El partido del Rey
España es un país maleducado e idiota, que discute en los bares y en el Parlamento con la misma densidad intelectual
Este es un país duro, hasta cuando habla de fútbol, o sobre todo cuando habla de fútbol, pues aunque no lo parezca el fútbol es un diapasón de nuestro grito. A favor, en contra; a favor ruidosamente, ruidosamente en contra. Siempre gritando a ver quién grita más, cómo gritamos hasta que se ensordezca el otro. Un país maleducado, como dice con frecuencia Javier Marías en sus artículos. Un país maleducado e idiota, por citar el último adjetivo usado aquí por el autor de Corazón tan blanco. Acostumbrado este país a mojar la pluma en vitriolo, a comerse la lengua, a gusto, despotricando del otro.
Un país idiota que discute en los bares y en el Parlamento con la misma densidad intelectual, con la misma pasión bobalicona, siempre diciendo que el otro es estúpido y que él, ella o los suyos son mejores. País de caverna y fanatismo que un día se arrojó a la cara el arma peor, la que mata. En lugar de hablar, un país que gruñe y hace soflamas, subido al pedestal de su propia mezquindad. Un país cuya frontera a veces es la sinrazón porque desprecia las luces y se arrincona en la sombra. País, que dice Forges.
Un país duro, maleducado e idiota. Qué lástima. Podría ser un país más culto, más respetuoso en las relaciones mutuas, pero ha elegido la brocha gorda hasta para hablar de las cosas serias. Hagan memoria de las monstruosas discusiones maleducadas que ha habido en los años últimos, por ejemplo, en torno al aborto, a los actores, a las personalidades públicas; fíjense en el insulto como una de las malas artes que ha prosperado en los atriles tanto como en los graderíos y en las redes que nos envuelven. Un taxista me dijo esta semana que el hecho de que un candidato hable de Kant le daba buenos presagios: “A lo mejor ahora hay más sensatez, más sosiego”, me dijo. Ojalá, le respondí; él me dijo que no se fiaba del todo del advenimiento del sosiego. “Aquí por nada salta una chispa”.
Y saltó, saltó la chispa, y lo ha hecho por el lado del fútbol. Fíjense lo que ha pasado: la competición que lleva el nombre del Rey llega a su fin; como rigen los cánones, ha de jugarse el partido decisivo, entre el Barça y el Athletic de Bilbao. La alternativa más adecuada para celebrar el encuentro, según los expertos e incluso según los que van a disputar tan importante contienda, es el estadio Santiago Bernabéu. Por lo que parece, a la entidad que debería acoger el partido, en este caso, no le viene bien esta ubicación, y hace manejar otras alternativas. Es aquí cuando ha empezado a encenagarse el campo, por lo que ahora voy a decir.
La controversia sobre ambos equipos, a los que se les adjudican determinadas características relativas a sus respectivos patriotismos, se ha servido en bandeja oscura: escucho los razonamientos (?) y entre ellos toma forma el viejo fantasma anticatalanista y antivasco que se desató en otras épocas y que ahora florece otra vez entre los patriotas acérrimos que no quieren ver ni en pintura a aquellos que no comparten sus ideas o sus pertenencias. Es una lástima. Es la Copa del Rey, por tanto el partido del Rey, y si este país tuviera una idea cabal de lo que significa su esencia constitucional no andaría poniéndole palos en la rueda a esta final y ya se habría decidido el sitio del encuentro, sin necesidad de abrir un melón podrido.
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