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Columna
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Las palabras y el diablo

No se puede a hacer literatura comparada de los insultos, o de los calificativos desmejorativos, que se intercambian los políticos

Juan Cruz

Lo que le pasa a la palabra patético es que la cargó el diablo hace rato y la convirtió en una palabra maldita. Imagino que por ese lado, el lado de lo maldito, que la hace una mezcla de enfermedad y de detritus, la tomó el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, cuando se la arrojó desde el estrado del hemiciclo a su oponente, Pedro Sánchez, en el debate del estado de la nación que los desunió tan gravemente.

El diccionario (que aquí transita con tanta solvencia Álex Grijelmo) dice lo que dice, pues en la etimología de patético está, incluso, la posibilidad de asociar a la expresión "sensible" ese vocablo que se siente como insulto. En la raíz de lo que dijo Rajoy (no en lo que quiso decir, naturalmente) están, en efecto, la enfermedad, la pasión, el sufrimiento, la herida, y está también la sensibilidad herida. En un caso como este, en el que el presidente decide decirle a su oponente principal que es un hombre patético, y que no vuelva otra vez por el hemiciclo a decir lo que le dijo, no hay compasión alguna, no hay estima verdadera por la persona del que le contradice; es más, no lo quiere ver ni en pintura.

Lo que han dicho quienes defienden al presidente (que los tiene muy abundantes, incluso tiene a Rafael Hernando) es que él mismo había sido insultado, pues Sánchez lo acusó de no tener vergüenza. En este caso también la expresión tendría atenuantes, que acaso no estaban en la mente del líder socialista cuando dijo eso desde el estrado: no tener vergüenza es incluso positivo, pues te permite adentrarte en la vida con más respiro que si estuvieras atenazado por esa clase de timidez que llamamos vergüenza. Claro, la desvergüenza a la que apela Sánchez es la que marca algunas vidas del PP, atadas sin remedio a la desvergüenza que convoca la figura de Bárcenas, que se paseó como si no existiera (como un fantasma de El Ministerio del Tiempo) por el hemiciclo.

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A lo que no se puede llegar, a estas alturas, es a hacer literatura comparada de los insultos, o de los calificativos desmejorativos; lo que dijo el presidente es lo que este dijo, y lo que el líder del PSOE dijo es lo que dejó dicho Sánchez, y no sólo hay que ver por separado y en sus propios términos ambos exabruptos, sino que hay que tener en cuenta la autoridad de cada uno de los que los pronuncia. Al presidente del Gobierno, que tiene tanto poder, y tanta mayoría, habría que pedirle que exhiba la magnanimidad correspondiente para rebajar su propia capacidad de descalificar al otro, pues Rajoy es (como él mismo afirma, con justeza) el presidente de todos los españoles, mientras que Sánchez es, en puridad, el aspirante, el pretendiente o, aunque ese puesto esté tan disputado como el voto del señor Cayo, el jefe de la oposición.

En la exposición que abrió esta semana en Madrid Elena Foster con los grandes libros de artistas hay una maleta en la que introdujo todo lo que el pintor Francis Bacon dejó desordenado en su estudio. El conjunto se llama Detritus, y aun bajo ese nombre es una luminosa expresión del alma de Bacon, tan atormentada. Se me vino a la cabeza, oyendo a Hernando después, y habiendo oído el desafortunado epíteto del presidente, esa metáfora; imaginé que esas palabras que carga el diablo eran detritus, verdaderamente, pero por ninguna parte encontré la luz que Foster puso sobre Bacon.

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