Miserias
No se trata de fuerza, sino de entender que nada desquicia más que no saber qué hacer con la tragedia ajena: nada produce más violencia
Hace unos años, mi madre estaba internada en un hospital, agonizando. Yo tomé, sobre aquellos días, apuntes de una frialdad maníaca, una suerte de diario en tercera persona que dice, por ejemplo: “La mujer ha comprado champú. Ha pagado muy caro por un frasco de champú que su madre no llegará a terminar. Pero se esmera: busca un buen champú, un peine bueno”. La mujer, claro, soy yo. En el sitio donde trabajaba por entonces, una persona me mandó a entrevistar a alguien que había escrito un libro acerca del suicidio de su hijo. No me amedrenté -no soy blandita- pero preferí advertir: “Quizás no se me dé muy bien escribir ahora sobre un muerto”. La respuesta llegó por mail, de escritorio a escritorio: “A lo mejor te sirve de catarsis”. Así, al día siguiente, yo estaba escuchando a un hombre que me contaba cómo había recogido, con la pala de la basura, la sangre de su hijo -que se había pegado un tiro en la cabeza- y cómo, después, la había dejado escurrir por la pileta de la cocina. Más tarde pasé por el hospital. Mi madre tenía los ojos amarillos. En mis apuntes de ese día hay dos entradas. Una, referida a mi madre: “Los médicos van cada vez menos. La mujer los ve y sabe que piensan que su madre ya debería haber muerto. Van a verla como si les molestara. Les molesta”. Otra, referida al episodio del mail: “La mujer se encoge de hombros. En el fondo, no le importa (...) La regocija comprobar la naturaleza humana”. Y es verdad: no me importa. Y no se trata de fuerza, sino de entender que nada desquicia más que no saber qué hacer con la tragedia ajena: nada produce más violencia. Ante eso, todos podemos ser -y somos- monstruos. ¿Podrían jurar que nunca patearon a un caído? Todos lo hicimos. Todos lo volveremos a hacer.
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