A garrotazos
'Perro semihundido' de Goya es una de esas grandes metáforas del arte. Y de este país
Manuela Mena, la mujer que tanto sabe de Goya que se diría que estaba presente cuando el gran hombre de Fuendetodos pintó sus cuadros, señala los perros mirones que abundan en su obra más madrileña, con la intensidad con que uno señalaría el espacio oscuro que se queda allí donde hubo una batalla.
Los perros son animales sabios: en esta exposición de los cuadros madrileños de Goya (Goya en Madrid, Museo del Prado, hasta el 2 de mayo) miran al pintor (al público) como si estuvieran comprobando el aire de la multitud; están solos (los perros siempre están solos) aunque estén en medio de un gentío, y esos ojos potentes, rabiosos o serenos, tienen un objetivo: indicar que están alertas, que nada va a desaparecer bajo el poder de su olfato. Miran con el olfato, con el cuerpo: los perros miran con todo.
A veces esos ojos están ocultos, como en el más famoso de sus perros: ese perro que está hundido (¿o saliendo de su hundimiento?) y que tanto le ha dado a la literatura (John Berger ha escrito con su potencia conocida de ese perro como si el propio cuadro fuera un poema, un libro o un hecho), mira hacia la nada, representa el hundimiento delánimo, y podría significar, en algún momento, la metáfora del hundimiento de nosotros mismos, del aire que respiramos, de la esperanza de seguir respirando.
Esos cuadros (y ese, en concreto, que es una de las pinturas negras, de modo que no está en esta muestra) son sitio de peregrinación de un público numeroso que sabe que Goya es el Prado y que ese perro es uno de los tesoros mayores de la misteriosa energía del de Fuendetedos. En Fuendetodos hay un pintor excepcional, Ricardo Calero, que ha registrado en enormes pergaminos las pisadas que pudo haber dado de niño el pintor. Las inclemencias del tiempo, la huella de los pies..., todo está ahí expresado casi notarialmente como un tributo pero también como una comprobación: los pintores, los seres humanos, la gente que deja memoria (toda la gente, pues) sigue caminando en nosotros.
Ese cuadro negro de Goya en el que el perro se hunde (¿o se eleva?) es una de esas grandes metáforas del arte, y es una metáfora de este país: el perr o aúlla, quizá de melancolía; aquí seguimos aullando, con melancólia, como el perro, o con rabia. Rabia de no quererse, rabia de no aceptar lo que dice el otro. Rabia del que prefiere el diálogo a garrotazos. Y a garrotazos y nos retrató Goya en el siglo XIX. Ahora están esos garrotazos en las pinturas negras y también en esta exposición esencial y madrileña de Goya que nos enseña Manuela Mena.
Después de ver esos garrotazos que muestra el pintor como esencia maldita de nuestro pasado (y de nuestro presente) leí lo que en este periódico le decía Adela Cortina, catedrática de Ética, a Javier Rodríguez Marcos: “Dividimos todo entre carcas y progres: es imposible el diálogo”. Claro: porque no tenemos la paciencia de los perros y porque nos hundimos a garrotazos. Surgen intocables en el horizonte próximo, gente de la que no se puede decir otra cosa que halago, y esa mercancía averiada la llamamos conversación o diálogo, cuando en realidad son aullidos que se lanzan a garrotazo limpio para que el otro no ose llevarte la contraria.
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