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África No es un paísÁfrica No es un país
Coordinado por Lola Huete Machado

Timbuktu, un canto de amor frente a la violencia

Por Beatriz Leal Riesco (Crítica, comisaria y programadora del African Film Festival de NYC)

Una gacela corre en estampida. El silencio viene roto por disparos y el grito de uno de los soldados yihadistas que la persiguen: “No la mates, agótala”. A continuación, asistimos atónitos al tiroteo despiadado de unas estatuillas de madera. Sobre la arena del desierto yace una pareja de estatuas antropomórficas mutiladas: un hombre y una mujer. Entra la música.

Así empieza Timbuktú, Le Chagrin del oiseaux, último filme de Abderrahmane Sissako, que ya ha hecho historia al ser la primera vez que una película de Mauritania es seleccionada para competir en los Premios Óscar. El origen de la gesta se remonta al 29 de julio de 2012 cuando una pareja enamorada de Aguelhok, una comuna rural del este de Mali, fue lapidada por el mero hecho de no estar casados ante los ojos de Dios. Dejaron a dos huérfanos. Esta historia, a la que los medios de comunicación y los países occidentales no prestarían atención a pesar de ser retransmitida por internet, sería el revulsivo que haría regresar al director al formato del largometraje desde su controvertida Bamako (2006) y combatir desde el cine la indiferencia hacia las víctimas africanas. “Cuando se tardan hasta diez años en realizar una película y se representa a todo un continente, además de un gran honor, es una enorme responsabilidad”, explicaba Sissako en varias ruedas de prensa, y añadía: “El Islam ha sido secuestrado por ciertas personas, estigmatizando esta religión, depositaria y transmisora de otro tipo de valores. Es preciso contar la realidad”. Estas declaraciones, a raíz de los últimos atentados terroristas en Europa, adquieren si cabe mayor relevancia y su película ferviente actualidad.

Abderrahmane Sissako no es un recién llegado al circuito de los festivales internacionales ni un desconocido para el público. Desde su presentación en Cannes con Heremakono (Esperando la felicidad, 2002) se situaría como uno los cineastas subsaharianos de mayor reconocimiento de crítica y con Bamako (2006) le llegaría el turno a la audiencia. Junto a los pioneros senegaleses Sembène Ousman y Djibril Diop Mambety, al maliense Souleymane Cissé y a su contemporáneo, el chadiano Mahamat-Saleh Haroun, su nombre había alcanzado un puesto entre los más grandes del cine de África subsahariana en los últimos años. En la pasada edición de Cannes, Timbuktú competía por la Palma de Oro y aunque Winter Sleep del turco Nuri Bilge Cylan se la arrebatase, Sissako no se iría a casa con las manos vacías, recibiendo dos galardones: el Premio del Jurado Ecuménico por su “gran belleza formal, humor y moderación” y el Premio François-Chalais por su consagración a los valores del periodismo. Le seguirían premios en Namur, presentación en los Festivales internacionales de Toronto y Nueva York y un estreno comercial en Francia con gran éxito de taquilla.

Siguiendo la trayectoria compartida de emigración o exilio de tantos directores africanos nacidos en los albores o recién adquirida independencia en sus países de origen, Sissako (Kiffa, Mauritania, 1961) viajó a la URSS en los años ochenta gracias a una beca para formarse en la escuela de cine VGIK de Moscú. Años después fijaría su residencia en París, donde se daría a conocer por su bello cortometraje en blanco y negro Oktober (1992) sobre la dolorosa experiencia del amor en el exilio de un africano. Esta obra de formación se encuadra de lleno en la tradición de la escuela formalista soviética y sería determinante para que Catherine David lo incluyese en el primer programa de cine coproducido por Documenta, compartiendo cartel con Charles Burnett, Harun Farocki, Antonia Lerch, Raoul Peck y Alexander Sokurov. Su contribución se saldó con el documental experimental titulado Rostov-Luanda (1997), donde el autor se lanza a la búsqueda de su amigo de juventud, consiguiendo, a través de encuentros casuales con hombres y mujeres del país, uno de los retratos más sinceros de una Angola devastada por décadas de conflicto armado. Desde entonces, su trayectoria ha sido imparable para un director africano, obligado a seguir el ritmo marcado por las subvenciones extranjeras al carecer de infraestructuras e industrias cinematográficas en sus países de origen.

Tan sólo un año tardaría en acabar otra obra por encargo: la magnífica La vida en la tierra (1998) con la que, bajo la excusa de retratar a África en el cambio de milenio, compondría un sentido homenaje a su padre, a la gente de Mali y al poeta de la negritud Aimé Césaire, mientras expone los efectos de la incomunicación entre Occidente y el Tercer Mundo. El modo en el que filma a los habitantes del pueblo paterno de Sokolo (Mali), con una cámara de planos lentos y encuadres estudiados, así como el valor dado a los gags humorísticos visuales y a los interludios musicales (donde nos encontramos con la voz inconfundible de Salif Keïta), empezarán a definir un estilo que llegará a su máximo nivel de abstracción poética en Heremakono (Esperando la felicidad, 2002). Película nuevamente con tintes autobiográficos -aunque ya sin la presencia del director en la pantalla como sucedía en sus dos largos anteriores-, con ella viajará por ver primera a Cannes (Un Certain Regard), haciéndose con el premio de la FIPRESCI.

Rodada en Mauritania y dedicada a su madre, vuelve sobre los temas de la emigración, la incomunicación, el amor y la responsabilidad compartida. Para componer una narración de historias entrecruzadas trabaja con un elenco de actores no profesionales que encuentra en sus viajes de pre-producción y con los que convive durante meses antes de empezar a filmar. Con un guión de base pero haciendo fuerte uso de la improvisación, Sissako logra una mezcla de realismo en las actuaciones y estilización formal que ha ido depurando con los años y que se ha convertido en firma autoral.

Con Bamako (2006), de nuevo presentada en Cannes fuera de competición, Sissako daría un giro radical y recibiría gran atención mediática, reflexionando esta vez de manera abierta sobre los efectos devastadores de Occidente en el continente africano. La representación de un juicio al Banco Mundial y al FMI en el patio de la casa de su padre en Bamako le valdría el rechazo de cierta crítica, quien tacharía a la película de “didáctica” y acusaría al autor de traición a su estética, siendo incapaz de observar un giro hacia un cine comunicativo donde la narración gana peso sin descuidar la forma, y donde la reflexión político-humanista se equilibra con la belleza del medio. Este giro que comenzaba en Bamako alcanza sutileza y emotividad en Timbuktú.

Alzándose como un canto al poder del amor para resistir la violencia y el fundamentalismo, Timbuktú cuenta, a través de retazos de vida, los efectos del año de ocupación de la histórica ciudad de Mali, depositaria de una herencia de sabiduría universal y destruida por los yihadistas. Las órdenes que repiten incansablemente los altavoces de la policía islámica: “no se puede fumar, la música está prohibida, las mujeres deben llevar guantes y calcetines, …” son el revulsivo para una serie de historias de oposición de sus habitantes, quienes se enfrentan a estas absurdas prohibiciones, a veces de manera creativa, otras con el uso de la razón y el diálogo, e incluso a la desesperada, recibiendo un castigo absurdo y desproporcionado por su actos de rebelión.

Entre los opositores sobresalen dos personas reales: el Imam (Adel Mahmoud Cherif) quien lucha con la fuerza de sus palabras y una mujer que se niega a ponerse los guantes, una verdadera heroína en la vida real. Pero no son los únicos: unos jóvenes juegan al fútbol sin balón en una escena donde Sissako logra sus más altas cotas como coreógrafo (una de sus mayores dotes como director), al llegar la noche un grupo se divierte tocando y cantando (ante ellos, los yihadistas no saben qué hacer porque “cantan a Dios y a su profeta”), una chica niega a casarse a la fuerza con un desconocido y Zabou (Kettly Nöel), una vieja loca y despampanante como un pavo real, camina libre y despreocupada. Con reminiscencias de la protagonista de Hyènas (1992) de Djibril Diop Mambety: Linguere Ramatou (película incluida recientemente en la retrospectiva dedicada al autor por el festival L’Alternativa de Barcelona y que a punto de volverse a proyectar en el MoMA de Nueva York), Sissako recupera la tradición africana de intocables que sitúa a los locos, tullidos y artistas fuera de la ley como revulsivos para comprender la realidad desde sus posiciones limítrofes.

“Los asesinos tienen que tener humanidad para no perderla uno mismo”, ha declarado Abderrahmane. Los yihadistas de su película son personajes humanos y contradictorios, que se revuelven ante una lapidación, dudan de las motivaciones para convertirse a la lucha (un joven ex rapero es incapaz de aparecer convincente en un video para reclutar a nuevos miembros, e incluso el foco que lo tiene que iluminar se apaga, en una bella cita a uno de los momentos más intensos de su película Heremakono) y, movidos por el amor, dejan de cumplir los mandatos de su religión.

Cuando el tuareg Kidane (Ibrahim Ahmed “Pino”) abandona su tienda familiar, Abdelkrim (Abel Jafri), uno de los yihadistas, aprovechará para visitar a Satima (Toulou Kiki) y ofrecerle sus servicios con la excusa de recordarle que es preceptivo cubrirse (sin lograrlo) el cabello. La frustración sexual la acabará pagando rasurando a disparos un arbusto en forma de pubis femenino en su viaje de vuelta a Timbuktú, escena que lo humaniza mostrando a su vez lo surreal de la situación en una imagen guiño a su amigo, el director palestino Elia Suleiman, al que habíamos visto (junto a Danny Glover, el propio Abderrahmane y Zeka Laplaine) en el “spaghetti western africano” incrustado en Bamako.

No muy lejos de la ciudad, en un espacio y tiempo aparentemente idílicos vive una familia tuareg. El colorido, las sonrisas y la belleza de sus cuerpos tras los ropajes contrasta con la ciudad ocupada. Satime y Kidane tienen una hija, Toya (Layla Walet Mohamed) de doce años y se han hecho cargo de un niño huérfano: Issan (Mehdi AG Mohamed). A pesar de que muchos de sus familiares y amigos se han ido marchando, resisten la embestida de los yihadistas, sin embargo, la mala suerte desencadenará la acción: la vaca favorita del rebaño de ocho vacas que cuida Issan se escapa y destroza las redes del pescador Amadou. El toque de humor porque la vaca se llama GPS al no poder mantenerla controlada sirve para retardar el drama posterior, ayudando a crear en el público el efecto de sorpresa deseado. Kidane, enfadado, va a ver a Amadou y tras decirle “ya basta de humillaciones” saca la pistola para amedrentarlo. Sin pretenderlo, el arma se dispara en una de las escenas mejor conseguidas y de mayor belleza formal de la película. Le sigue a continuación–muy breve- la lapidación que motivaría la película mientras uno de los yihadistas baila para exorcizar la crueldad del acto mientras la vieja Zabou sonríe a su lado…

Kidane, asesino circunstancial, abatido y desconcertado, es apresado, juzgado por un tribunal improvisado y condenado a una sentencia trágica y absurda; morirá fusilado ante la imposibilidad de entregar 40 cabezas de ganado a la familia del difunto. En la última escena, donde se alcanza una circularidad narrativa asfixiante, los dos niños, los soldados, el vecino que había llevado en moto a Satima a ver a su marido por última vez, todos, mientras suena la melodía del inicio, corren hacia el centro de la imagen… lo último que veremos es la niña correr hacia nosotros, mirándonos directamente a los ojos en un primer plano que es pura interpelación al espectador y declaración de principios: África en el siglo XXI es joven y es mujer.

Como ha declarado Sissako: “La conexión más importante de una película es con su audiencia, y esta película le pertenece”. Este ofrecimiento e interpelación final, acto desesperado de comunicación, abre una nueva etapa llena de posibilidades para el autor. De la mano de Eliane El Fani, su director de fotrogría, quien abandona el neorrealismo de la La vie d’Adèle del franco-tunecino Abdellatif Kechiche (ganadora en 2013 de la Palma de Oro en Cannes) por unas composiciones preparadas y una cámara mucho más estática, y con una música que mezcla melodías tradicionales y composiciones orquestales híbridas entre lo occidental y africano (Amine Bouhafa), Sissako demuestra la maestría adquirida y el valor de rodearse de los mejores profesionales. Repitiendo una vez más con su editora Nadia Ben Rachid, la frescura reside el tándem con su coguionista y nueva esposa, Tessen Tall, y la colaboración con la productora francesa Sylvie Pialat, ambos determinantes para lograr una película en la que Sissako saca el máximo de unos actores que, como en anteriores ocasiones, mezcla a profesionales y primerizos (la pareja protagonista son ambos músicos pero nunca habían actuado en el cine) para conseguir ese efecto de verdad que da la improvisación de la propia vida.

Con Timbuktú, Sissako huye de hacer grandes declaraciones o críticas, mostrándonos los efectos dramáticos y tantas veces absurdos de la ocupación y ofreciéndonos unas historias que nos fuerzan a reflexionar huyendo de la monumentalidad y los lugares comunes. Obligado a rodar en las ciudades mauritanas gemelas Oulata y Nema por la inseguridad de Timbuktú y queriendo evitar los sitios históricos -únicas imágenes que se repetían en los medios de comunicación internacionales sobre la ocupación-, Sissako se fija en historias “pequeñas” de hombres y mujeres normales. Con éstas, evitando efectistas escenas de violencia, dando especial relevancia a la belleza de las composiciones visuales y musicales y a los gags humorísticos, Sissako consigue su objetivo; esa conexión con la audiencia de cada película y que demuestra que el director ha encontrado el modo de superar con su cine el problema que siempre lo ha afligido: el de la comunicación…

Comentarios

Lo único que he sacado en claro del artículo es la fotografía de la mujer gritando, me recuerda a una que vi en el periódico cuando los bombardeos a Gaza, una mujer arrodillada lloraba rota de dolor, era impactante.
A partir de la semana próxima entrarán nuevos tiempos en mi ciudad, yo cambiaré y el paréntesis quedará en eso. Nuevos tiempos.
Lo único que he sacado en claro del artículo es la fotografía de la mujer gritando, me recuerda a una que vi en el periódico cuando los bombardeos a Gaza, una mujer arrodillada lloraba rota de dolor, era impactante.
A partir de la semana próxima entrarán nuevos tiempos en mi ciudad, yo cambiaré y el paréntesis quedará en eso. Nuevos tiempos.

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