La gran transición pendiente de España
A nuestro país le falta un importante paso: insertarse más en Europa y el mundo
El origen de la actual crisis política española no son las carencias y los límites de la transición democrática de los años setenta del siglo pasado, como algunos pretenden, sino el ahogo del proceso institucional posterior por los cambios a nivel europeo y a nivel global. Por ello, la querencia de desarrollar una nueva transición que vaya mas allá de la de hace treinta y tantos años, si a lo que aspira es a reforzar la autoridad soberana del Estado español y la capacidad institucional de toma de decisiones políticas en el ámbito estatal, podría dar lugar a un garrafal paso atrás que dejara a España otra vez postergada. La transición que realmente hace falta es hacia Europa y hacia el mundo, la dimensión clave a la que, sin embargo, se continúa prestando una atención solo ocasional.
Permítanme que, para simplificar al máximo y no repetir crónicas bien conocidas, personalice el proceso político de los últimos decenios en los sucesivos presidentes del Gobierno. Adolfo Suárez fue el verdadero héroe, el que no se arredró ante costes personales para liquidar la dictadura y establecer un gobierno legítimo basado en elecciones democráticas. Leopoldo Calvo-Sotelo merece todos los respetos porque —además de ser el único hasta la fecha que podía hablar en inglés con sus colegas del resto del mundo— pese a la gran brevedad de su mandato promovió dos cosas muy importantes: el procesamiento y la condena de los militares golpistas y la entrada en la OTAN. Felipe González confirmó las dos cosas y logró, además, la incorporación a la Unión Europea. Por fin, tras más de ciento cincuenta años de pesadillas, los españoles tenían la oportunidad de intentar ser como la mayoría de los europeos de más al Norte: una gente —como decía el poeta catalán— limpia y noble, culta, rica, libre, despierta y feliz. Siguieron algunos de los mejores años de la historia contemporánea. Surfeando encima de la ola, José María Aznar tuvo la ambición de dar el salto global: ser aceptado en el Grupo de los Ocho, lo más parecido a un gobierno mundial que haya existido nunca. Pero probablemente llegó tarde y, empujado también por un difundido sentimiento de automenosprecio entre muchos españoles que consideraron que la tal ambición era desmedida y el objetivo inmerecido, acabó fracasando en el empeño. Pronto se descubrió que la ilusión de que “España iba bien” estaba montada no sobre una gran ola, sino sobre una gran burbuja. Esta pinchó y el país empezó a deslizarse por la pendiente. Vino la desgracia Zapatero, un pipiolo durante cuyo mandato la dependencia española de los mandatos de la Unión Europea y del gobierno mundial quedó a la vista de todos. Y luego la desgracia Rajoy, un genuino don Tancredo que trata de mantener impasible el ademán, pero al que el toro ha embestido ya.
La estrategia adecuada es la construcción de consenso, la consecución de pactos lo más amplios posibles y la cooperación interterritorial
En contraste con el aislamiento de casi dos siglos, España es hoy miembro de la Unión Europea, socio de la OTAN e invitado permanente del Grupo de los Veinte. La incorporación del país a los procesos y las instituciones internacionales ha sido el verdadero cambio histórico. Sin embargo, la dinámica económica y política indica claramente que España es un país periférico en Europa y en el mundo. No puede aspirar a ser una gran potencia, ni un país orgulloso de sus decisiones soberanas, ni siquiera un socio muy influyente en el club europeo y mundial. El programa máximo para que los habitantes de la piel de toro lleguen a ser un poco más limpios y nobles y algo más cultos, ricos, libres, despiertos y felices de lo que han sido y son es básicamente: estabilidad, prevalencia de las reglas del derecho y gran apertura exterior. Las luchas internas y la confrontación partidista son tempestades en un vaso de agua que solo la hacen impotable. La verdadera transición que queda por hacer es hacia una mayor inserción en Europa y en el mundo y hacia una mayor participación en las instituciones europeas y globales. Como en la transición de los setenta, la estrategia adecuada para ello es la construcción de consenso, la consecución de pactos lo más amplios posibles sobre las opciones más importantes y la cooperación interterritorial. Más allá de lo que se hizo entonces, puede ser necesario un gobierno de amplia coalición multipartidista para sostener los pactos y la unidad de compromiso y de acción. Como en el fondo ya ocurría a finales del siglo pasado, aunque no siempre lo pareciera, la política pública más importante es la política exterior. Pero ahora ya no es tal, es decir, no es “exterior”, sino que se ha convertido en la esencia y la clave de todo lo demás.
Josep M. Colomer es profesor de Economía política en la Universidad de Georgetown.
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