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Sobrevivir al ictus

Todo empezó con un leve mareo en plena calle. Luego la UCI, la inmovilidad, el balance de daños... El escritor Jorge M. Reverte relata su agotadora batalla contra un infarto cerebral

Jorge M. Reverte
El periodista Jorge M. Reverte, en su casa de Madrid.
El periodista Jorge M. Reverte, en su casa de Madrid.BERNARDO PÉREZ

El mejor regalo que se le puede hacer a un periodista es un buen número estadístico. Por ejemplo, que hay cerca de 120.000 españoles que sufren cada año lo que se llama un ictus. En otras palabras, un accidente vascular en el cerebro. Un buen porcentaje de esos incidentes —cerca del 30%— desemboca en la muerte. Por ejemplo, el ictus es la primera causa de mortalidad entre las mujeres en España, según la Sociedad Española de Neurología.

El ictus es, por tanto, más que una moda. Es una forma frecuente de las que adopta la enfermedad para resolver nuestro torpe instinto de inmortalidad.

El reportero sujeto de este artículo no recibió ningún encargo para escribir sobre el ictus. Simplemente le pasó.

A mediodía del 9 de septiembre de 2014, paseando por la plaza de San Ildefonso, en el centro de Madrid, y con un kilo y medio de tomates colgando del hombro en una bolsa, una sensación de leve inestabilidad llevó al reportero a apoyarse y tomar asiento sobre unas vigas que anunciaban alguna obra pública. El lugar estaba ya ocupado por tres indigentes que daban buena cuenta de sus yonkilatas de cerveza.

El intruso, que ya reconoció los síntomas de un mareo inusual en su cabeza, pidió ayuda a un viandante, que no pudo evitar el comentario despectivo dirigido a ninguna parte:

—¡Está bueno este!

A lo que uno de los genuinos ocupantes de la calle no pudo tampoco evitar responder:

—Este no es de los nuestros. Está de verdad mareado.

El comentario tuvo una gran eficacia porque el camarero de una terraza allí instalada se interesó por la víctima y le ayudó a sentarse a una mesa. Para entonces, los daños del presunto mareo iban creciendo de una manera muy apreciable. Ya no solo no podía controlar la estabilidad, sino que la pierna y el brazo derechos no obedecían sus órdenes. Había que tomar medidas serias.

El camarero, mientras, vuelto a su mentalidad mercantil, le colocó al reportero una inútil coca-cola que —anunció— costaba 2,50 euros.

No era muy difícil llegar a un diagnóstico desolador. Lo que le pasaba al periodista era que tenía un ataque cerebral, y eso se denomina ictus. Llamó por teléfono a su hijo, que no necesitó mucho para convencerse de que tenía que acudir en ayuda de su padre.

Treinta minutos después, pagada ya la coca-cola, y claramente avanzado el ataque cerebral, el hijo llegó y acompañó al padre hasta la casa donde este guardaba los papeles sanitarios y personales que pensaba iba a necesitar.

La llamada al 112 fue de una profesionalidad encomiable.

—Mi padre tiene un ictus y hay que llevarle al hospital.

—¿Cómo sabe usted que es un ictus?

El joven dio un rápido repaso de los síntomas y se puso en marcha todo el mecanismo de rescate. Media hora después, la ambulancia de los servicios médicos paraba a la puerta de urgencias del hospital Clínico San Carlos.

—¿Está mareado?— le preguntó uno de los sanitarios al enfermo.

—No— respondió este justo antes de ponerse a vomitar como un surtidor.

Lo que siguió a esto fue un despliegue de eficiencia de un ballet formado por personajes uniformados de verde, de blanco o de camisetas de colorines, y que acabó dando sus últimos pasos en torno a una camilla de cualquier instalación médica sin identificar.

Los daños del presunto mareo iban creciendo de manera muy apreciable. La pierna y el brazo derechos no obedecían

Ya el reportero había perdido todo el control posible sobre su historia. Radiografías, análisis, tomas de muestras de todo tipo, temperatura, tensión y vaya usted a saber qué más cosas se sucedían mientras le cambiaban de una camilla a otra en torno a las que se arracimaba el personal que pretendía salvar su vida.

El hijo y la mujer de la víctima habían quedado atrás, fuera de este tráfago bien orquestado en el que no pintaban nada.

El reportero involuntario se sintió solo, pero tuvo un pequeño rasgo de humor privado:

—Creo que esto, efectivamente, va a ser un ictus.

De estos trajines debió brotar una primera decisión trascendente. La víctima quedó en manos de un médico solista que encargó una arteriografía y procedió, con los datos en la mano, a realizar una arriesgada (para el enfermo) maniobra. Tumbado el reportero sobre la camilla, el médico, con ayuda de algún instrumento, trató de ampliar el hueco por el que pasaba al cerebro el flujo sanguíneo para recuperar su actividad.

Las maniobras del radiólogo iban acompañadas de un fenomenal cortejo de imprecaciones, cagamentos y maldiciones prohibidas por la Iglesia, que denotaban el fracaso de los distintos intentos. Harto de procurar salvar la vida a alguien tan aparentemente remiso a permitirlo, el médico concluyó:

—¡No hay nada que hacer!

El paciente, que apenas tenía un hilo de voz, se atrevió a opinar:

—Doctor, creo que da usted demasiada información a sus clientes. No tranquiliza mucho.

Manual del infarto cerebral

  • ¿Qué es el ictus? El 80% de los accidentes cerebrovasculares se producen por una disminución del flujo sanguíneo que recibe una parte del cerebro (un coágulo, por ejemplo, que bloquea una arteria). El otro 20% son hemorragias, originadas por la rotura de un vaso cerebral. En España se producen al año entre 110.000 y 120.000 ictus. La mortalidad es del 30%; otro 40% sufre secuelas de mayor o menor gravedad.
  • Es fundamental actuar con rapidez ante los primeros síntomas: pérdida de fuerza en la cara, brazo o pierna de un lado del cuerpo; sensación de que se pierde sensibilidad en la cara, brazo o pierna de un mismo lado del cuerpo; pérdida súbita de visión; alteración repentina del habla, dificultad para expresarse; dolor de cabeza súbito de intensidad no habitual y sin causa aparente; sensación de vértigo o desequilibrio si se acompaña de cualquier síntoma anterior.
  • ¿Cómo se activa la alerta? En España existe un código ictus: Cuando hay sospecha de un caso, se da preferencia a ese paciente, se fija qué se debe hacer y qué no en el traslado en ambulancia, entre otras cosas. Si hay un hospital con una unidad de ictus cercana (hay 55 en España), se le traslada allí. Si no es posible, al servicio de neurología más cercano.
  • El 70% de los casos son evitables si se controlan los factores de riesgo: llevar una dieta baja en sal y grasas; realizar ejercicio moderado; controlar el peso, la presión arterial, el nivel de colesterol y el azúcar en sangre; dejar de fumar; consumo moderado de alcohol; control regular del pulso.

No es seguro que el mensaje llegara a su destino. Un poco después, el médico le comunicó lo infructuoso de su intento a la familia, agitando entre sus ágiles dedos las llaves de su coche:

—Soy el doctor López Ibor, el que mejor hace eso, todo un experto en España. Pero no ha sido posible.

De modo que el único tratamiento viable para la obstrucción arterial ya detectada y calibrada (completa en una rama y al 80% en la otra) era mantener alta la tensión para dar un riego suficiente al cerebro.

La primera noche en la unidad de críticos de accidentes vasculares es cualquier cosa menos tranquila. Una vigilancia intensa que no impidió la visita de la mujer y el hijo del paciente. Sabían que su estado era crítico y veían con una cierta melancolía el anochecer en los montes de Guadarrama, de los que hay una privilegiada vista desde la cabecera de la cama.

El neurólogo se distingue siempre de los demás médicos porque llama la atención de su enfermo con chasquidos de los dedos que pretenden dirigir su mirada hacia distintos ángulos del espacio. Satisfecho ese extraño instinto, comentó que confiaba en una evolución más pacífica de la enfermedad.

Pero además de atardeceres privilegiados, la UCI vio algunas cosas nuevas: fiebre altísima, toses, desasosiego, vómitos. El enfermo tragó algo inconveniente hacia los pulmones y desarrolló una importante neumonía que ponía su vida, una vez más, en peligro. Eso solo se podía tratar con dosis largas de UCI llenas de antibióticos y otros fármacos.

El neurólogo informó a la familia de que se desistiría definitivamente de maniobras sobre la arteria afectada y se optaría por la solución conservadora: que el propio organismo se ocupara de mantener el flujo sanguíneo. La respiración era la prioridad. La complicación que suponía la neumonía obligaba a hacer una traqueotomía, o sea, un corte limpio por encima de la tráquea para garantizar que el aire llegara a los pulmones.

El enfermo, al despertar de un sueño de 30 horas, supo de esa agresión con arma blanca. Casi al tiempo, su familia le leía los periódicos y se enteró del asesinato de dos norteamericanos degollados por militantes islámicos.

La paranoia no es algo extraño en los enfermos internados en una UCI, mucho menos si están sometidos a tratamientos con tranquilizantes, analgésicos o somníferos, de los que sobran en cualquier hospital.

La coincidencia entre la degollina en Oriente y la propia no le pareció casual al reportero.

En ese momento confluían en su pensamiento, y en la realidad que se había ido fabricando dentro de la UCI, muchos elementos que habrían podido con alguien menos bragado. El reto soberanista de Artur Mas, que le había implicado como informador, y los problemas con el Estado Islámico se volvieron personales ayudados por las drogas. Viajó en plena noche a Nicosia, e intentó fugarse de un cuartel de la inteligencia israelí, con un resultado frustrante. Tan frustrante que en la UCI del hospital Clínico, donde estaba, le pusieron vigilancia extra para que no volviera a tirarse de la cama y arrastrarse con una sola mano hacia la puerta de salida, esquivando a los centinelas armados con subfusiles Uzi.

El orden público español se vio favorecido por su frustrada denuncia de la infiltración de un comando de Estat Català para dar un golpe de Estado. Nadie le tomó, afortunadamente, en serio.

No así su agitada vida de denuncia ciudadana. Un celador cuyo nombre ya no recordará nunca nuestro héroe cometió la tropelía de amenazarle con castigo si no obedecía sus órdenes. El reportero, sabedor de sus derechos, le cantó las cuarenta y le dijo que como ciudadano de una democracia no podía tolerar coacciones de parte de un funcionario público.

La vida en la UCI no transcurría, por tanto, plácida. Sin moverse de su angosto lecho, sin alejarse de los eficientes y amables profesionales que le atendían, el reportero tenía una actividad casi frenética.

La familia y algunos amigos contribuían a mantener con vida al protagonista. En una de las muchas ocasiones en las que tuvo que enfrentarse a la elección entre dejarse llevar al otro lado o quedarse en este, resolvió el dilema optando por la vida gracias a que sus próximos le animaron a ello.

La paranoia no es algo extraño en los internados en una UCI, mucho menos si están sometidos a tranquilizantes

En realidad, la decisión no era muy fácil, porque morir resultaba muy sencillo y no daba ningún miedo. Vivir, en cambio, era trabajoso, exigía un esfuerzo moral y, sobre todo, de humor. La salida de las sábanas declarándose una víctima del terrorismo nacionalista le permitió alcanzar alguna notoriedad en la sala, donde las horas del día y de la noche se confundían. Nunca nadie sabía qué hora era. Pero todos sabían que aquel tipo, que surgía de la ropa de cama con el puño levantado para reclamar mano dura contra los combatientes xenófobos, era tan solo una víctima más del síndrome de la UCI.

Nadie en todos los días de la UCI, que fueron unas tres semanas, mostró la menor piedad por el sufrimiento del periodista, que fue privado desde el principio de comida y bebida en su estado natural. El reportero se desgañitaba, pese a no tener ni un hilo de voz, reclamando una caridad:

—Por favor, ¿me podría traer alguien un gin-tonic doble y cargado de hielo, y si no, un vaso de agua al menos?

No había respuesta, salvo alguna que otra risita extemporánea.

Los días siguieron pasando en esta penuria y delirio, hasta que llegó la primera de las amnistías. Un neurólogo rodeado de neurólogos le hizo la prueba de los dedos chascados, y sentenció:

—Vas a pasar a planta.

Una nueva vida comenzaba para el enfermo de ictus, que ya había asumido que esa era su condición.

El balance de daños era parecido al que hace un perito de una casa de seguros cuando se enfrenta a un siniestro total.

Visión afectada de modo que no hay coordinación en el movimiento de los dos ojos. O sea, el enfermo ve doble.

Deglución deficiente. El enfermo no puede tomar líquidos ni sólidos por boca, solo por una sonda nasogástrica que se convierte en el testigo de su condición subhumana.

Inmovilidad casi absoluta de pierna y brazo derechos.

Deficiente práctica del lenguaje. Mala pronunciación y lentitud en el habla.

O sea, que lo que un rayo de naturaleza desconocida había destrozado en unos minutos se había convertido en cuatro enfermedades de largo aliento que era preciso combatir con una rehabilitación penosa y larga.

El reportero se enfrentaba ahora a un trabajo que se le hacía infinito. Cada destrozo en su cuerpo debía ser tratado por un equipo de enorme relevancia, capaz de avistar en un leve gesto muscular el germen de un futuro movimiento complejo.

Miles de españoles llegan cada año, cuando superan el trance posible de la muerte, a este momento de la rehabilitación. Los ejemplares sanitarios que les atienden usan una palabra que debería estar prohibida: “paciencia”. Con ella expresan también que hay que darse por satisfecho si se recupera un 90% de las capacidades anteriores al ictus.

Pero no queda otra. Porque enfrentarse a la inteligencia israelí exige muchas complicidades, y acabar con comandos xenófobos tampoco está al alcance de un reportero. Ni siquiera de un neurólogo.

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