La palabra maldita de la UE
Hace años que no se oye mencionar la convergencia, nada de dirigirse varios países a un mismo punto
¿Ser ciudadano europeo es lo mismo que ser ciudadano del mundo? Es decir, un símbolo sin valor alguno, un concepto “blando”, como lo definía ya el sociólogo alemán-británico Ralf Dahrendorf en los años ochenta. ¿Ha servido y sirve solo la Unión Europea para regular la libre circulación de mercancías y capitales, olvidándose de que existen las personas y que, sin ese tercer capítulo, los otros dos son un puro abuso?
Es evidente que la construcción de la Europa social está paralizada desde el inicio de los años 2000. El principio de no discriminación por razón de nacionalidad parece haberse desvanecido como una mera alegoría, una representación de ideas abstractas que no tiene sentido llevar a la realidad. Alemania y Reino Unido han iniciado una progresiva acomodación de sus leyes para dar forma a esa nueva política de preferencia a sus nacionales y de exclusión de los otros ciudadanos europeos. Y el mercado de trabajo, en lugar de hacerse cada día más integrado, se bunkeriza y distorsiona.
Se nos presenta todo esto como algo inevitable y lógico y se ignora o infantiliza a quienes protestan contra la cada día mayor divergencia en el mercado de empleo de la zona euro o contra la introducción de la brutal competencia salarial intraeuropea como un instrumento económico aceptable. Y sin embargo, las cosas no fueron siempre así, ni mucho menos. A lo que estamos asistiendo es a la ruptura de un proceso que nació exactamente al mismo tiempo que la propia idea de construcción europea y que ahora se pretende desconocer o hacernos creer que nunca existió ni nunca tuvo valor.
El principio de no discriminación por razón de nacionalidad parece haberse desvanecido
Desde el primer momento, ya en el primer Tratado del Carbón y del Acero (1950) se habló de la equiparación y mejora de las condiciones de vida de los trabajadores de esas industrias en todos los países firmantes del acuerdo, y si bien los salarios eran competencia nacional, la Alta Autoridad estaba autorizada a intervenir en casos de salarios anormalmente bajos o de reducciones salariales repentinas. A nadie se le ocurrió entonces que Europa podría construirse duraderamente con la competencia interna en salarios o que la divergencia en el empleo sería un estupendo instrumento para mejorar los márgenes de beneficio de esas industrias. No, entonces se hablaba de “dinámica de convergencia”, unas palabras que se han arrancado de cuajo del actual lenguaje comunitario, pero que inspiraron casi 50 años de construcción europea.
Nada de “convergencia”, nada de dirigirse varios países a un mismo punto y juntarse en él. Esa es hoy casi una palabra maldita. Ahora se trata de exigir a algunos países, los del Sur, fundamentalmente, una “deflación social”, como ya la denominan algunos expertos, una bajada generalizada y prolongada de sus niveles salariales y sociales que aleje e imposibilite cualquier posible encuentro. Se trata de que hagan frente así a sus problemas de endeudamiento y de competitividad, pero seguramente nada de esto sería posible en un mercado laboral realmente integrado y en una Unión en la que no se consintiera la discriminación por razón de nacionalidad. Por eso se bloquean simultáneamente esos dos principios.
La crisis económica ha terminado, anuncia el Gobierno en España. Probablemente, las cifras le den la razón. Pero si la crisis ha pasado, ¿lo que tenemos ahora es la normalidad? ¿Es esto lo que nos espera durante la próxima década?
Con este modelo, con esta normalidad, lo que se consagra es una Europa dual, sin convergencia posible, en la que, desde luego, resulta sarcástico, una burla humillante, hablar de ciudadanía europea. La noción de ciudadanía exige una serie de derechos que se pueden reivindicar y unas instituciones jurídicas ante las que se puede recurrir para hacerlos valer, dicen los libros de texto. En la práctica, los derechos más simples, como la libre circulación y la no discriminación por razón de nacionalidad, que figuran en el Tratado de Maastricht y en la Carta de Derechos Fundamentales, están ya sometidos a serias restricciones. Así que, tal y como intuía Dahrendorf, la ciudadanía europea se parece cada vez más a la etérea “ciudadanía del mundo”, puro humo.
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