Mamuts culturales
En Barcelona, en lo que fueron terrenos de la antigua empresa estatal española de transporte ferroviario —la RENFE—, se levantaron dos colosales instalaciones culturales: el Teatre Nacional, encargado a Ricard Bofill, y el Auditori de Barcelona, obra de Ricardo Moneo. El destino de ambos volúmenes fue conformar lo que iba a denominarse Plaça de les Arts, que transformaría lo que había sido una extensa zona suburbial a diez minutos del centro y vendría a acompañar la zona comercial y de negocios que conforman Glòries y el distrito del 22@, con hitos como la Torre Agbar o el Disseny Hub Barcelona.
El teatro, inaugurado en 1996, es un impresionante templo clásico de vidrio y acero, con un gran vestíbulo flanqueado por gigantescas columnas toscanas y que tiene como muros mamparas de cristal de 12 metros de altura. En su presentación, Bofill declaró: "El TNC está en un barrio degradado. Teniendo en cuenta ese paisaje, consideramos que no podíamos hacer una arquitectura respetuosa con el entorno, un edificio más, sino una arquitectura emblemática, con un peso importante. Por otro lado, el TNC es un edificio público y debe mandar sobre el entorno".
Cruzando una calzada, el Auditori Nacional, estrenado en 1999, ocupa la superficie de dos manzanas de la periferia del ensanche barcelonés. Su exterior, hermético y oscuro, evoca un enorme sarcófago, lo que contrasta con un interior forrado en madera, luminoso y cálido, como representando el brutal divorcio entre la delicadeza de la música que se escucha dentro y el mundanal ruido que acecha fuera. Su descomunal fachada la componen paneles de acero oscuro de los que Moneo esperaba que se fuera desprendiendo la pintura, de manera "que conforme vaya pasando el tiempo y envejezcan parecerán irónicamente más nuevos" y "el edificio alcance su máximo esplendor no el día de su inauguración, sino varios años después, cuando su entorno sea digno de merecerlo".
El contraste entre el Teatre Nacional y el Auditori y el ambiente en que se incluyen subraya la desmesura de dos propuestas arquitectónicas que se definen —y así lo remarcaban sus creadores al presentarlas— por su desprecio hacia lo que les rodea, un barrio de baja clase media, Fort Pienc. Los dos formidables volúmenes que se implantan en él —un altisonante templo clásico y un descomunal cofre blindado— no es solo que resultan ajenos a su entorno, sino que se pretenden su antítesis por lo que aspiran a contener, en el doble sentido de albergar en su interior y sujetar para que no se expanda y diluya: la grandeza de la creación artística. Tanto el teatro como la sala de conciertos expresan una altiva indiferencia hacia la vida real que los envuelve en el día a día, un efecto que explicitan los paradójicos espacios públicos circundantes, concebidos como zonas de aislamiento respecto de la calle y las viviendas próximas. Ante el Teatre Nacional una espléndida extensión de césped, cerrada por una verja que lo hace inaccesible, y, en torno al Auditori, un desierto de cemento, sin árboles ni papeleras, que parece dispuesto para ahuyentar más que atraer a eventuales usuarios.
La macroinstalación cultural se erige para maravillar con la osadía de sus formas. Está ahí para ofrecer el espectáculo de una grandeza que empequeñece su envoltorio social y morfológico; también para hacer insignificante lo que fuere que hubiera habido ahí antes de convertirse en el solar que vino a ocupar. Pero, además de eso, también está para intimidar y para amedrentar, porque no se antoja que nada pueda inquietar la grandiosidad de su presencia. Para ello esos mamuts culturales aseguran un perímetro de seguridad a su alrededor que ha de permanecer en todo momento controlado para garantizar el confort de asiduos y turistas, produciendo escenarios insípidos en los que no puede caber motivo alguno de inquietud o de sorpresa.
La nueva valoración del espacio intervenido culturalmente está directamente asociada a la generación de espacios-negocio. El componente cultural es estratégico para la legitimación de grandes operaciones de reconversión de antiguos terrenos industriales, portuarios, militares o, como en este caso, ferroviarios, pero también la revalorización de barrios antiguos previamente dejados degradar. Todas esas operaciones son luego puestas en manos de técnicas de marketing que están sirviendo para que las ciudades resulten atractivas a las grandes inversiones internacionales en sectores como el de las nuevas tecnologías, el turístico y, por descontado, el inmobiliario. Ahora bien, todas esas macroiniciativas de reordenación del territorio construido y su promoción escamotean su verdadero rostro en tanto que inversiones de capital y búsqueda de ganancias cuando aparecen exaltadas a un nivel superior de dignidad por la implantación de grandes polos de atracción simbólica, que transfiguran la materialidad de los intereses empresariales que hay tras ellas y acaban mostrándolos como concreción majestuosa de valores metafísicos. Por supuesto, falsos.
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