Los ojos ocultos del Landa
En la lista de excepciones figura el Landa al pie de la Nacional I, en el entorno de Burgos, un caso de exitosa supervivencia. Tras la apariencia de lujo sobrio que rodea el lugar se esconde un enclave de cocina casera con un servicio cercano y dos espacios en uno, el restaurante y el bar, lo más frecuentado. Da igual lo que se tome en su barra o en las mesitas que lo rodean: huevos fritos con morcilla, pepito de ternera, cruasanes, café… Los precios son razonables, el servicio amable y la calidad notable. Como cliente anónimo de esta casa, parada obligada en mis viajes a La Rioja, País Vasco o Cantabria, siempre me he hecho la misma pregunta: ¿quién está detrás de este tinglado? Conservo en mi biblioteca las dos espléndidas publicaciones de Ángela Landa (El libro de la repostería; A fuego lento) pero nunca he sabido cuál era la vinculación de la autora con este lugar. Por fin, acabo conocer a Victoria Landa, única propietaria, sobrina de Ángela, la persona que yo buscaba.
“Es la primera entrevista que concedo en mi vida”, se apresuró a decirme risueña. “No nos gusta hacernos notar, nuestra mejor publicidad es hacer las cosas bien. Cuando nos ofrecen acciones de promoción las rechazamos. Nuestros cocineros y pasteleros son desconocidos, seguimos la política del anonimato. Somos un restaurante de carretera donde recibimos a tres generaciones de clientes. Viajar no debe ser sinónimo de mal comer, decía mi padre.”
¿Qué había antes en el lugar que ocupa el Landa? “Nada de nada. Era un patatal a las afueras de Burgos, a mi padre Jesús le gustó porque se divisaba la catedral, compró el terreno y en 1959 montó un pequeño restaurante. Eran tiempos difíciles. Cumplimos ahora 55 años”.
Tu familia siempre ha estado vinculada a la hostelería. “Mi abuelo Escolástico fue cocinero en el Club Puerta de Hierro de Madrid y en La Perla en San Sebastián en los pasados años treinta. Luego fundó en Madrid La Gran Taberna, ya desaparecida. Mi padre, Jesús, hijo de Escolástico, que proseguía con el negocio venía a Burgos ver a su hermana Ángela. Primero montó un bar en el paseo del Espolón (Burgos) y luego, aquí mismo, un modesto restaurante que fue ampliando con la torre, la piscina, la plaza y el quiosco de la música. Era abogado pero sentía gran afición por la arquitectura y las antigüedades. En el 1964 inauguró el hotel dentro de la torre de defensa del siglo XIV que trasladó hasta aquí desde Albillos, piedra a piedra. “Me he comprado un castillo, le dijo a mi madre. Y yo el Vaticano, le respondió ella”.
¿Hotel o restaurante? “Somos un restaurante con un hotel anexo. Fuimos los primeros del mundo hace 18 años en salirnos de la cadena Relais & Chateaux, no nos aportaba nada. Nos auguraron que íbamos a caer y no ha sido así. Hoy sobreviven muy pocos hoteles fuera de alguna cadena”.
En un momento dado se acercó a saludarme su hijo Guzmán, abogado, que se ocupa de aportar nuevas ideas, cuida el diseño de los envases y supervisa la mini tienda gastronómica instalada en la terraza. También analiza los comentarios que se vierten sobre la casa en las redes sociales. Al poco llegaría su marido, Santiago Alameda, arquitecto, la familia al completo.
¿Prestáis atención a las críticas? “Por supuesto. Nos enseñan mucho aunque no respondemos nunca. Las que nos hacen los clientes son más rigurosas que las de los profesionales. Nos ayudan a reflexionar y a rectificar aunque a veces se nota que son malintencionadas”.
Me encanta vuestra bollería. “La elabora Pierre, un pastelero francés a punto de jubilarse que lleva toda la vida con nosotros. Tenemos de dos tipos, especialidades francesas, cruasanes, brioche, palmeras y caracolas, y golosinas españolas como las rosquillas de sartén o las magdalenas”.
¿Cómo llegó hasta aquí vuestra mesa comunal? “La compramos en un anticuario de Menorca hace 25 años pero procede del convento de Santa Clara de Mallorca. Cada asiento tiene dos cajones uno para el misal y otro para la servilleta. Es muy comercial porque resulta incómoda, la gente se sienta y se marcha al poco tiempo. Llevamos tres años peleando con el interiorista Pascua Ortega. No avanzamos en la reforma del bar porque él quiere quitarla y nosotros nos negamos”.
Mientras apoyaba la opinión de Victoria me atreví a hacerle algunas reflexiones. Vuestro bar responde a un modelo de gestión moderno aunque parezca clásico, le dije. Se puede comer a pie de barra, en las mesitas que lo rodean, en el porche o la terraza. Ofrecéis una mesa comunal y, previo encargo, preparáis almuerzos exprés como si estuvierais en un centro de oficinas de una gran ciudad. Además seguís horarios larguísimos, desde las 8 de la mañana hasta la media noche, no cerráis nunca y hacéis bandera de la informalidad. Lo mismo que algunos locales a la última de Madrid o Barcelona.
¿Cuál es vuestro plato estrella? Lo que más vendemos, con diferencia, son los huevos fritos con morcilla (8,90). Luego las croquetas de jamón (6,90), el pepito de ternera (7,10), las albóndigas (8,90), la tortilla de patatas (4,90), las bravas (5) y el pan con tomate con paletilla ibérica (4,80). De postre, canutillos (4) y arroz con leche (5,50).
La gestión de Landa merece una reflexión. Sin aspavientos ni ruidos mediáticos en medio siglo de existencia han fidelizado a tres generaciones de clientes sin apartarse de un estilo que defiende a ultranza nuestra cocina tradicional. Sígueme en Twitter en@JCCapel
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