Madres en tránsito
Son jóvenes y bravas subsaharianas que emigran a pie por el desierto camino de Europa Muchas han quedado varadas en el norte de África con los hijos habidos en el camino, muchos fruto de la explotación sexual. Un grupo de ellas hace teatro en Rabat para contar su historia
Son ramilletes en las esquinas del centro de Rabat. Solo mujeres y niños revoloteando alrededor. Los hombres parecen no contar en la escena (ya dejaron de confiar en ellos, piensa uno, y pasa). Ojos negros vivísimos, atentos, aparecen entre las telas multicolores que las mujeres se atan a la espalda. Son las mujeres subsaharianas que quedaron varadas en el norte de África, cuando creían que el paso a Europa sería eso, un paso, una frontera más. Llevan dos, tres o cinco años en las metrópolis marroquíes, esperando a ¿Godot?.
En invierno, cartones apilados y alguna palabra en inglés o en francés. No hablan árabe ni quieren hacerlo. "Las palabras que saben en árabe dicen mucho de su situación en Marruecos", comenta Marike Minnema, factótum del Laboratorio Teatro del Oprimido-Rabat. Ella es una actriz y animadora cultural holandesa que también anda todo el día con el bello Rubén atado a la espalda, pero sabe que las condiciones de su parto fueron otras; y con el bebé ya en brazos, decidió que necesitaba acercarse a las mujeres subsaharianas como mamá y desarrollar un proyecto teatral con ellas. Quiso que sus piernas no siguieran caminando cuando su corazón se quedaba helado de impotencia de verlas aguantando el día (y el siguiente) en la acera mojada.
Si nunca te dicen madame, tampoco tienes ninguna gana de aprender francés, apostilla Marike. Y nos cuesta creer que ese madame, que todas las mujeres europeas (u occidentales) escuchamos tan a menudo, por aquí tenga la restricción del color de la piel. Y seguimos pasando; a veces, una moneda; a veces, no; siempre una sonrisa. Ellas devuelven todas las sonrisas. Las saludamos. "I don’t speak french" [No hablo francés], escuchas a veces.
Eso sí, no quieren fotos, tampoco quieren quedarse, pero están: siguen cada día en la misma esquina, y los niños van creciendo en este lugar en el que pensaron que estaban haciendo escala. Cruzaron desiertos y malarias (literales y metafóricas), atravesaron violaciones de militares en todas las fronteras (es posible que cada una de ellas, sin excepción), después de salir de sus países con cinco litros de agua y unas cuantas onzas de chocolate para caminar durante meses, de seis a seis.
Entonces, iban a Europa. Hoy los niños ya empiezan a ir al colegio en Rabat, en Tánger o en Casablanca. Ellas alquilan lo que pueden en Salé o en algún barrio de las afueras metropolitanas, procuran trabajar, piden, se prostituyen o se prostituyeron. Y ahora también hacen cola en Asuntos extranjeros para obtener el permiso de residencia, un trámite que facilita la regularización excepcional que ha dictado el Gobierno magrebí, y al que pueden acogerse todos los inmigrantes irregulares (el énfasis de la legalización está puesto justamente en las mujeres), hasta el próximo 31 de diciembre. Pero siguen yendo a Europa. Todavía están de camino y no piensan abandonar la idea de llegar.
Rabat es húmeda. Los cartones están húmedos. Vienen de Nigeria, Costa de Marfil, Burkina Faso, de Mali… Siete de ellas están involucradas en el proyecto teatral de Marike, financiado por varias ONG de ayuda a inmigrantes. Con todos sus hijos, ellas están haciendo teatro. Y no se trata de un oficio o un arte sino apenas de una manera de expresarse, de un estar (de paso) más saludable que el mero estar sobre los cartones.
En algún día gris, Marike siente que desfallece porque la obra no tiene la repercusión de público que esperaban o porque, en realidad, es "tan poco" lo que hacemos: son tantas las mujeres a las que no se puede ayudar, o tanta la vida injusta que a ellas les queda por delante. Por eso, le pregunta a la cronista si a ella le parece que vale la pena, si hay que seguir. La cronista le describe las miradas profundamente tristes, y sin embargo agradecidas, de muchas mujeres tristes en la sala de espera de la oficina de inmigraciones. Embarrado el suelo por tanta lluvia y llena a rebosar la sala de chicas como sus actrices, con los bebés, haciendo los papeles, poniendo las huellas dactilares para tener la tarjeta de residencia, el permiso que les posibilite trabajar mientras tanto, mientras siguen hacia algún horizonte, siempre al norte. Cada momento de alivio vale la pena; cada sonrisa, cada pequeño trabajo digno que consigan, cada momento lúdico o terapéutico cuentan.
"¿Qué es el teatro para ustedes?", les habíamos preguntado a las siete que se subieron al escenario, tras la función, en una sala del barrio de L’Ocean, en Rabat. "Uno trata de olvidar y aquí debe recordar, acordarse de las familias que hemos dejado atrás", dice la chica que apena contiene las lágrimas. "Fue un placer contar mi historia (de algún modo supongo que cura contar)", apostilla su compañera.
Durante la preparación, en base a improvisaciones hechas sobre el material "narrativo" que ellas traen y en los ensayos, hubo un tema que se silenció estentóreamente: la violencia sexual y, al fin, toda la sexualidad. Marike nunca quiso forzar su inclusión y solo les dio, según sus palabras, "teatro" para expresarse sobre los problemas prácticos a los que se enfrentan en Marruecos. Cantaron, bailaron y cuando se sintieron en confianza, juntas decidieron que querían "mostrar algo", según le confesaron a la directora. Así, para la función de estreno, una de ellas se caracterizó como hombre –un chulo, tratante– y salió a escena. Con el teatro, comenzaron a exorcizar fantasmas.
"Somos bellas pero tenemos estas circunstancias", arremete con ganas la mujer nigeriana. "Si yo hubiera sabido que el sufrimiento sería así, no hubiera dejado mi país", repiten una a una. "Algunas venimos porque no tenemos padres y tenemos que ayudar a nuestros hermanos". Todas asienten. Han tenido que ver lo que había en el desierto y del otro lado del desierto y ya no pueden volver, y menos con hijos, en muchos casos los hijos de sus violadores. Hay una angustia que resplandece, que es común a todas ellas, sentadas en fila, cuando la marfileña asegura que ella no creía en dios pero que, al fin, descubrió que dios es lo que está al otro lado del sufrimiento. Y es que en una parroquia en Marruecos sintió –quizá por primera vez en la travesía– que alguien le echaba una mano.
"Ser cristiana es difícil, aquí", menciona alguna. Pero lo más difícil es el rechazo de gente que vive en la misma ciudad. Esto sí lo dicen todas: "El rechazo en la mirada, o que te digan ‘ébola’, junto con la falta de solidaridad de otras mujeres". De las mujeres, de nosotras, ellas esperan más, seamos cristianas o musulmanas. Porque adivinan en la propia carne que, si acaso, dios es el mismo en todos lados.
"Una de las experiencias más profundas que he tenido trabajando con estas mujeres es que tener un hijo no es una elección –reconoce Marike–. Cuando desde el mundo cómodo nos preguntamos '¿por qué, si es tan pobre, va a tener otro hijo?' no entendemos estas experiencias traumáticas".
Porque no hay un "ellos" o "ellas" sino un "nosotros", y como todo el mundo necesita hablar, según la actriz, ella decidió crear un laboratorio de teatro sin actores, para que la gente conecte con su propio material, "se olvide de actuar y, entonces, pueda llegar al público". Aunque parte de las nociones del teatro-fórum de Augusto Boal, tan vigente en este rincón de África, Marike rehúsa hacer "teatro de sensibilización o decirle a la gente qué debe hacer".
Una holandesa que llegó a Marruecos hace cinco años, persiguiendo preguntas a contramano de las corrientes xenófobas de Geert Wilders para su tesis universitaria, ahora hace teatro en Rabat. Trabajó tres semanas intensivas con este grupo de mujeres subsaharianas y ellas quieren seguir haciendo teatro. El próximo proyecto juntas es más ambicioso: trabajar con las madres subsaharianas junto a otras madres marroquíes. Teatro para acercarse.
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