Una barbacoa multirracial en Ciudad del Cabo
“Si la superficie del planeta Tierra fuera solo la mitad de armónica de lo que se ve desde el aire, nuestro mundo sería un lugar perfecto para vivir”. En eso pienso mientras observo la ordenada planimetría de los barrios que forman Ciudad del Cabo(Sudáfrica) desde la ventanilla del helicóptero que me lleva en vuelo panorámico por la península más meridional delcontinente africano.
Visto desde esta posición, Ciudad del Cabo parece un idílico vergel de montañas biseladas, largas y solitarias playas de arena blanca, campos de golf y urbanizaciones trazadas con tiralíneas por cuyos luminosos chalés rodeados de cuidados jardines uno donaría un riñón -o dos- con tal de vivir allí.
Ya sabía que la capital legislativa de Sudáfrica tiene uno de los emplazamientos más bellos del mundo, quizá solo comparable al de Rio de Janeiro, pero a vuelo de pájaro la idealización se magnifica, dan ganas de nacionalizarse sudafricano y comprarse una tabla de surf.
Solo cuando el helicóptero empieza a descender, la excelencia de esa planimetría empieza a revelar arrugas. Lo que desde arriba eran lunares aquí abajo se transforman en verrugas. El Waterfront, el paseo marítimo, sigue siendo ese sitio trendy y molón -aunque ficticio- en el que los locales y los turistas beben y cenan en un entorno tan aséptico y artificial que podrías estar en el Pier 39 de San Francisco o en el Port Olimpic de Barcelona. El downtown, por su parte, podría ser la ciudad financiera de Londres en miniatura. Es donde viven y trabajan los blancos.
Sin embargo,cerca de allí, sin tener que irse muy a las afueras, las chabolas que flanquean la autopista del aeropuerto hacen añicos las postal. Casuchas de chapa y maderos apiñadas sobre un terregal de arena y tierra yerma donde hace eternidades que no crece una brizna de esperanza. Cientos de cables eléctricos toman la luz directamente de los postes del tendido dibujando el pentagrama de un réquiem sobre el mar de miseria que ondula las irregularidades de la llanura. Son loscontrastes de un país que apenas ha empezado a reinventarse.
Tras el vuelo en helicóptero, mis amigos sudafricanos me invitan a una braai. Una barbacoa, para entendernos. La más elevada expresión gastronómica de un país sin gastronomía propia. Haut cousine sudafricana. Pero no es una barbacoa normal. Es el braai dominical de Mzoli’s, en el townships de Guguletuh, uno de los barrios negros de infraviviendas, basuras y cables aéreos que rodean el centro blanco e impoluto de Ciudad del Cabo.
Mzoli's es una carnicería para negros en un barrio de negros. Su propietario pidió un micropréstamo en 2005 para montar el negocio y como complemento a la venta empezó a ofrecer a los clientes asar la carne en la trastienda para comerla luego en un patio anexo. Un poco de suerte y la visita de varias celebrities locales hicieron que la braai de Mzoli’s se popularizara en todo el país.
Llego con mis amigos muy temprano, a eso de las 11 -“si no, las colas son enormes”, me advierten- y veo que ya hay gente en la tienda. Pandillas enteras de jóvenes blancos -más blancos que la leche, cuyos genes no se han mezclado con otra raza en los últimos cuatrocientos años- preparando la barbacoa en una carnicería de negros en un barrio de negros. En el patio, aprovisionados con suficientes cervezas como para emprender un largo viaje interestelar, me encuentro familias enteras, grupos de amigos, pandillas de todos los colores que bailan al son estridente que marca un DJ, mientras aguardan a que llegue su pedido de carne debidamente asada. Negros más negros que el tizón comiendo y bailando con blancos más blancos que la leche cuyos padres votaban al National Party, el partido racista que institucionalizó el apartheid.
Conforme avanza la mañana, el ambiente se caldea y la peña se desmelena. Bailamos, chillamos, comemos con las manos como si fuéramos leones del Kruger, bebemos como si el mundo se fuera a acabar, reímos y el que puede, trata de ligar con lo que tenga más mano. Aunque la mayoría de grupos son unirraciales (negros con negros, blancos con blancos, coloured con coloured) observo pandillas de adolescentes de ambos colores. Son la nueva generación de sudafricanos, la que ya no vivió el apartheid y empieza a ver el mundo con diferente prisma que sus padres.
Comer y bailar. Bailar y beber. Mezclarse. Ser felices. Olvidar lo que ocurrió en este país hace tan solo 20 años. Parece ser la máxima de quienes hoy se han reunido en Mzoli’s.
Pregunto a mis amigos si esta es la típica braai-barbacoa sudafricana y me responden que no; que estoy asistiendo a un experimento único en el país. Uno de los pocos sitios en los que un blanco se atreve a socializar en un townships, los barrios-gueto de negros creados durante el apartheid para confinar a los que no tenían piel blanca. Lo que en Europa sería normal, en este país que sufrió uno de los regímenes más injustos del mundo moderno es una excepción. Una esperanzadora excepción, diría yo.
Sudáfrica es un lugar fascinante. Un país que ha perdonado pero que no ha olvidado. Un laboratorio social donde están ocurriendo cosas que un viajero debería ver y conocer. El apartheid acabó hace dos décadas pero sería iluso decir que ya no existe separación racial. No existe oficialmente, pero sí de facto: los pobres siguen siendo negros y la economía la siguen manejando blancos. La leyes de discriminación positiva tratan de corregir el desfase creado por siglos de represión, pero no es tarea fácil. Sudáfrica tardará generaciones en crear una sociedad igualitaria.
Pero la percepción que tengo cada vez que vengo aquí es que la sociedad sudafricana, sea del color que sea, está tratando de ponerle toda la árnica necesaria. Las barbacoas de Mzoli’s –imposibles de imaginar hace pocos años- son un buen ejemplo.
Estoy seguro de que si Mandela levantara la cabeza, vendría esta mañana de domingo a beber una Castle Lager en Mzoli’s. Sudáfrica es un país complejo, pero fascinante. Mi consejo es que no dejéis de visitarlo.
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