El provocador incesante
La concesión del Cervantes a Juan Goytisolo es un buen cambio de rumbo
Juan Goytisolo recibió la llamada de larga distancia que le anunciaba el premio Cervantes el pasado lunes, en su casa de Marrakech. La deliberación del jurado había sido larga, difícil, y el premio se definió en la sexta rueda de votaciones. Se sabe que Luis Goytisolo, el notable novelista de Antagonía y hermano suyo, era uno de sus rivales, pero parece que había otros nombres de primera línea. Uno podía creer que Juan había ganado el Cervantes hacía rato, pero ocurría exactamente lo contrario: el autor de Señas de identidad, de Reivindicación del conde don Julián, de Coto vedado, de otros clásicos de la literatura española del siglo XX, había sido olvidado durante décadas, o había sido víctima de uno de esos vetos no declarados que abundan en nuestras sociedades.
Nuestra generación leía en Chile las primeras novelas de Juan Goytisolo a mediados de la década de los cincuenta. El novelista fue una leyenda precoz, inesperada, porque llegaba del interior de la España de Franco, y más tarde fue una leyenda que se prolongaba en el tiempo y se renovaba entre minorías, de una manera en parte marginal y en parte secreta. Es decir, para emplear terminologías más recientes, fue desde su juventud y ha seguido siendo hasta hoy un escritor de culto y un provocador literario incesante. En una entrevista de esta semana, a propósito de su premio, declara lo siguiente, que sólo atino a copiar en forma textual: “Cuando me dan un premio siempre sospecho de mí mismo. Cuando me nombran persona non grata sé que tengo razón”.
A mí me han dado uno que otro premio, antes incluso que a Juan Goytisolo, lo cual demuestra la injusticia o la distracción de estas premiaciones, pero siempre he luchado para que esos galardones que se reciben de mano ajena no perturben mi ritmo propio de vida, de lectura, de escritura. Por eso recibí las noticias del Cervantes en las duchas del Club de Tenis Santiago, en el estado en que Dios me echó al mundo. Juan, según parece, recibió el aviso del suyo después de regresar del Café de France por la plaza de Xemaá-el-Fná, saludando a la gente, hablando con los niños del patio de su casa, de su familia de adopción.
Fue desde su juventud y ha seguido siendo hasta hoy un escritor de culto
He leído siempre la prosa narrativa de Juan Goytisolo, sus ensayos literarios, sus artículos, y ahora me propongo releerlos. Una de las ventajas de mi Madrid de estos días consiste en tener dos o tres librerías espléndidas a distancia de caminata, además de una librería anticuaria y de libros viejos en el centro de la plaza de una de mis esquinas. La otra ventaja es disponer de algo de tiempo para escribir y para releer: confieso que abuso, en esta etapa, de los placeres interminables de la relectura. Por ejemplo, me pidieron que hablara de la novela del siglo XX y me puse a leer de nuevo La montaña mágica, de Thomas Mann, que leí en los años finales, entre el Colegio de San Ignacio y la Escuela de Derecho de la calle Pío Nono, de mi adolescencia y mi primera juventud. Es otra novela, desde luego, pero es también una recuperación, un redescubrimiento: una forma digna de Proust de recobrar el tiempo de las lecturas perdidas.
Una de las razones que tuvo el jurado para premiar a Juan Goytisolo es “su capacidad indagatoria en el lenguaje”. Después del realismo de sus primeros textos, escritos entre la España del franquismo y el París de la década de los cincuenta, creo que Goytisolo inventó una prosa introspectiva, de autoanálisis, de autobiografía ficticia, engañosa, de personajes ajenos, literarios, históricos emblemáticos, como la Celestina, o como el Conde don Julián, convertidos, en un proceso de identificación literaria, en autorretratos. Se distanció, de ese modo, de los escritores locales, y se acercó, a la vez, a los grandes creadores del exilio hispánico: a un Pablo Picasso, a un Luis Buñuel.
Ahora me atrevo a pensar que las interpretaciones del Quijote de los autores del 98, las que leíamos en nuestros años de estudiantes, eran, a la vez que brillantes, sugerentes, interpretaciones sesgadas, parciales. Aunque discrepara, Unamuno estaba quizá demasiado cerca y de algún modo enredado en el jesuitismo católico y vasco. Y lo castizo era una probable manía de Azorín, aun cuando la mirada abierta, movediza, digresiva, irónica, de su querido Montaigne podía salvarlo.
Juan Goytisolo, como novelista, como memorialista, como ensayista, introdujo una mirada discrepante, plural, que como sudamericanos podríamos llamar mestiza. Fue, como lo describió Carlos Fuentes, otro novelista latinoamericano, por suerte para todos nosotros, los de una orilla y de la otra. Al insistir en los antecedentes árabes de la literatura española clásica, nos enseñó a pensar mejor, con una libertad más auténtica. La prosa de sus memorias, de su escritura directamente autobiográfica, lo llevó a una exposición cruda y bella de su intimidad, a un abandono de los pudores tradicionales, a una forma de confesión poco frecuente en las letras nuestras, por mucho que nos cueste admitirlo.
La concesión tardía del Cervantes no es tan buena, quizá, para él, ya que tiende a sospechar de sí mismo, y con razones que son perfectamente suyas, pero es muy buena para el premio y para los demás premiados. Implica una corrección, un golpe de timón, un cambio de rumbo necesario, estimulante, favorable para todos.
Jorge Edwards es escritor.
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