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LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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Viejunos

Tras protagonizar el primer y último acto político de mi vida, me sentí uno de aquellos apátridas de Baroja, sin afeitar y con su lema a rastras, repitiéndose sarcásticos: “Nunca pasa nada, y cuando pasa, no importa”

Andrés Trapiello
NICOLÁS AZNÁREZ

Se emplea esta palabra, viejunos, sacada del argot de los jóvenes, no porque la encuentre apropiada o bonita. Tampoco, claro, los adjetivos viejuno/a. En realidad resultan términos bastante irritantes por todo el desprecio que parece venir larvado en ellos. La experiencia nos dice, sin embargo, que las palabras de cualquier argot se quedan viejas pronto y se olvidan. Basta echar una ojeada, por ejemplo, al Diccionario cheli de Francisco Umbral. La mayor parte de las que aparecen en él, que circularon y se celebraron tanto por ingeniosas hace treinta años, nos resultan hoy ininteligibles, sin gracia y estúpidas, cochambrosas y llenas de abolladuras como los cascos y corazas que los extras de una película de romanos arrojan al cesto de mimbre al acabar el rodaje. Así que si se emplea hoy aquí la palabra viejuno, es por sentirse uno también como un casco de atrezzo con la cimera apolillada.

La víspera del 9-N acudí como protagonista al primero y último acto político público al que he asistido y asistiré probablemente en mi vida: la lectura en la plaza mayor de Cáceres de un manifiesto a favor de la libertad e igualdad de todos los españoles frente a quienes al día siguiente iban a atentar contra una y otra en Cataluña. Pues sabíamos todos o teníamos indicios de que ese atentado se perpetraría al margen de la ley y de los dictámenes del Tribunal Constitucional. Lo que ni sabía ni podía sospechar nadie era que el atentado se llevaría a cabo no sólo con impunidad sino con jactancia: “Aquí estoy yo para lo que quiera la Fiscalía”, retó provocador Mas el mismo 9-N. Su famoso órdago le estaba saliendo gratis, es un decir, porque probablemente nunca se sabrá cuánto le ha costado a los catalanes ese guateque al que finalmente no acudieron dos tercios. Además el Estado y la Historia parecían darle la razón: como había prometido, en Cataluña el 9-N se habían sacado las urnas a la calle, contra lo que había asegurado el presidente del Gobierno de España, tenían al Estado a sus pies y la Historia la estaban escribiendo ellos.

El manifiesto que iba a leer era breve y claro, sin énfasis, sin retórica. Creo sinceramente que ningún demócrata hubiera dejado de suscribirlo. Lo había redactado un hombre, Fernando Savater, a quien debe tanto en su lucha decidida contra el terror, los liberticidas y toda forma de matonismo un Estado de Derecho que puede permitirse el lujo de tirarlo también a un cesto de mimbre, por viejuno.

Solo trece personas —dos, periodistas— asistieron en Cáceres a la lectura de un manifiesto sobre el 9-N

No digo que viajásemos mi mujer y yo a Cáceres pensando que acudiría una multitud a oír el manifiesto, pero no esperábamos aquello, que tenía algo de chaplinesco: los únicos que habían acudido al llamamiento eran dos muchachos de la Televisión de Extremadura, enviados por sus jefes. Era difícil no tener la sensación de haber estafado a la prensa prometiéndoles un hecho, y por tanto, una noticia, que no iba a producirse, y les dije que entendería que se marcharan, y acto seguido subí dos o tres escalones de esa plaza, para que se me viera desde Portugal, donde acaso le hicieran a uno un poco más de caso, y pedí a mi mujer que se pusiera delante, resuelto a leerle el manifiesto a ella sola. En ese momento se acercaron tímidamente tres personas, luego una más, luego otras dos. Se quedaron aquí y allá, en la explanada vacía de los Foros de los Balbos, sueltas, donde caían, como cuentas de un collar roto. Contando a los reporteros, que tuvieron a bien hacernos la caridad de quedarse, fuimos trece. Al terminar, di la mano y las gracias a los congregados, uno por uno, antes de dispersarnos en silencio, abismado cada cual en estoicas misantropías. Ni siquiera la presencia de los reporteros ni la de otro joven consiguió rebajar la media de edad de los allí reunidos, todos viejunos.

Lo extraño es que en ese mismo momento y en la misma ciudad, a unos cientos de metros, estaba reunido el Partido Popular en pleno, el extremeño y el nacional, con la mayor parte del Gobierno de España y su presidente a la cabeza. Parece que habían montado aquello para hablar de la corrupción, pero la realidad les había jugado otra mala pasada: un par de días antes había estallado el “escándalo de los viajes” del presidente regional extremeño, cuyo desarrollo esperpéntico deja a Valle-Inclán en el Padre Coloma. Al no dedicarse uno a la agitprop pensé, ingenuo, que en algún momento de nuestro acto cívico aparecería alguien del PP excusando su presencia. A mí, personalmente, me habría dado lo mismo, pero tampoco sucedió. No vino nadie tampoco del PSOE ni de ningún otro partido político o entidad cultural, universitaria, profesional que quisiera sumarse a trece ciudadanos que pedían, a quienes se suponía tenían en su mano hacerlo, que se cumpliese la Constitución…

Nadie del PP, del PSOE, de ningún grupo, se quiso sumar a los que pedían cumplir la Constitución

De hecho, a esa misma hora también, no muy lejos de Extremadura, en Sevilla, Pedro Sánchez, líder de los socialistas, hablaba de ella. En realidad, de su reforma. Viene haciéndolo desde hace meses como un mantra, para “encajar” a unos secesionistas que a estas alturas ya están desencajados y no sienten el menor interés ni respeto por ella ni por el Estado federal. Como Sánchez sabe que ni la Constitución ni la ley ni el Estado federal solucionarán el problema de los independentistas, y menos aún una reforma de la Constitución, como queremos tantos, que acabe de una vez por todas con los privilegios, foros, cupos y ventajas fiscales o electorales que han favorecido las desigualdades y la insolidaridad entre regiones, como no cree, decía, que nada de eso ayude mucho a “hacer política”, otro mantra, Sánchez recurrió al catalán macarrónico, de película de romanos, para gritar una declaración patética de amor: “Cataluña, te queremos; catalanes, os queremos”. Estuvo a la altura de aquel famoso cup of coffee de la alcaldesa Botella. “Yo no amo al pueblo judío ni a ningún otro pueblo; yo sólo amo a mis amigos”, dijo Hannah Arendt, y desde luego no resulta fácil tener por amigos a quienes tratan de privarte de tu ciudadanía y de tus derechos de ciudadano (y de paso, si pudieran, de un 20% del PIB que es de todos), desprecian las leyes que te obligan a cumplir y se quieren separar precisamente porque se sienten mejores y superiores a ti, creyéndote parte de una nación viejuna como España, sin el futuro de su futuro país, aunque el suyo sea nonato aún y no sepa nadie si dará en criatura sana y rolliza o en aborto.

Después de ver lo que sucedió en Cataluña el 9-N, donde el independentismo logró en doce horas lo que no logró el terrorismo de ETA en treinta años, liquidar el Estado, las opiniones de Jiménez Villarejo o Francesc de Carreras, publicadas en este periódico, y las de tantos más, no se pueden ventilar tachándolas de “conservadoras”, “fachas” o “inmovilistas”. Claro que echa uno cuentas, y ha de concluir que por inteligentes que sean, se trata siempre de viejunos. Albert Rivera podría rebajar también la media de edad, o UPyD subir la media moral y política del país tras denunciar ante la Justicia a Mas por prevaricación en el mismo momento en que la cometía, pero son a todas luces insuficientes. ¿Los justicieros de Podemos? Estos ni están ni se les espera: “perfil bajo” tituló este periódico en relación a su postura en el 9-N, sabiendo que los podemistas, tan jóvenes y gimnásticos, quieren acabar a un tiempo, también por viejunos, con un Régimen y una Constitución que tienen, sin embargo, la misma edad que la mayoría de sus dirigentes: treinta y cinco años.

En fin. Lo que empezó para uno la víspera de manera tan desangelada, terminó igual el 9-N: el presidente del Gobierno, se nos dijo en la tele, seguía desde Moncloa atentamente el transcurso de la jornada en Cataluña. Era fácil imaginársele la tarde de ese domingo viendo los telediarios con un transistor pegado a la oreja, oyendo Carrusel deportivo. Se sintió uno uno de aquellos viejunos apátridas de Baroja, que van sin afeitar y con su lema a rastras, repitiéndose sarcásticos “nunca pasa nada, y cuando pasa, no importa”: de todos los españoles, Rajoy era tal vez el único que ese día estaba más pendiente de la quiniela que de los resultados inanes del ensayo general de referéndum.

Andrés Trapiello es escritor.

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