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Adiós a la mirada más perturbadora de la moda

El fotógrafo estadounidense David Armstrong, maestro del fotodiarismo y observador de la belleza masculina juvenil sin edulcorantes, fallece en Nueva York a los 60 años

Autorretrato de David Armstrong.
Autorretrato de David Armstrong.

Por su excepcional naturaleza, ciertas generaciones tienen el raro talento y la sensibilidad para capturar los momentos más intensos de su existencia. Son individuos con tal pasión por la vida como para documentar cada uno de sus trances con singular dedicación, recordándonos que solo estamos aquí una vez. Hasta hoy, David Armstrong, la cámara compacta en ristre invariablemente, era una de ellos. El fotógrafo estadounidense que mejor supo exponer el lado más turbador de la belleza masculina fallecía esta madrugada en su apartamento-estudio de Nueva York, una de esas casas victorianas de ladrillo rojo de Brooklyn –el 615 de Jefferson Avenue, según revelaba el título de su última monografía, publicada por Damiani en 2011- que acabó siendo parte inseparable de su obra. Tenía 60 años, apurados al máximo (“siento que tengo 80”, dijo en una de sus últimas entrevistas). La causa de su muerte aún no ha trascendido.

Nacido en la castrense Arlington (Massachussets), en 1954, Armstrong fue uno de los prodigios de la cámara alumbrados a mediados de los años setenta del pasado siglo por la Escuela del Museo de Bellas Artes de Boston, junto a Jack Pierson, Philip-Lorca Dicorcia, el malogrado Mark Morrisroe (la figura trágica del grupo) y la inevitable Nan Goldin, cómplice de correrías y experimentación adolescentes a la que introdujo en los círculos marginales de la homosexualidad de la época. Juntos dieron sentido –y sensibilidad- al estilo desmañado del point-and-shoot (apuntar y disparar), haciendo público lo privado y banal lo sensacional con su retórica visual del momento fugaz frente a la teatralización de la realidad del resto de sus colegas. “La gente suele pensar que soy irrelevante porque mi trabajo nunca ha tenido que ver con lo que se supone que está de moda”, solía decir el artista, una de las primeras figuras en pasar por el MoMa a principios de los ochenta como parte de la nueva ola fotográfica neoyorquina.

Desde entonces han sido cuatro décadas de intensa búsqueda de la belleza, especialmente masculina, capturada sobre todo en retratos en blanco y negro, casi siempre con luz natural, que hablan de la fascinación de la juventud y, por extensión, de su pérdida. Un trabajo que encontró su nicho en incontables publicaciones de moda y tendencias (de los comerciales Vogue francés y japonés a glossies de culto tipo Self Service o Purple), algunas campañas de publicidad (Burberry, Puma, Zegna…) y, claro, museos de arte contemporáneo como el Whitney de Nueva York, de cuya colección permanente forma parte desde la década de los noventa.

Maestro de estrellas del fotodiarismo más o menos reciente como Ryan McGinley (que lo cita como principal influencia), también ejerció como profesor en el International Center of Photography (ICP) de la Gran Manzana, aunque fuese para su desesperación ante alumnos que nunca antes habían oído hablar de Diane Arbus hasta su llegada. Entre sus últimas colaboraciones se encuentran sesiones para CR Fashion Book, la súper revista de Carine Roitfeld, y para el diseñador y también fotógrafo Hedi Slimane, otro alumno aventajado que lo convenció para disparar en el backstage de sus desfiles durante su etapa al frente de Dior Homme.

Fumador empedernido, adicto confeso y sin remisión a las drogas y el alcohol, provocador sin pretenderlo, Armstrong creía que la fotografía era, por encima de todo, seducción y sentimiento. “Vuelve más tarde y entonces haremos fotos de verdad”, solía decirles a los modelos que acudían a su estudio cuando le encargaban un editorial de moda. Y sentenciaba: “[La publicidad] no quiere indicador alguno de emoción, sobre todo si esta es negativa. Prefiere algo más higiénico, pero eso no lo va a conseguir de mí”.

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