Abrir los ojos y el corazón
Cuánta razón tuvo Rosa Montero cuando, en un reciente artículo para EL PAÍS en el que hacía una reflexión sobre la deseada independencia de los catalanes, sentenció: “Los nacionalismos son un atraso; todos ellos, (…) me parecen un impulso retrógrado, un regreso a la horda, a la demonización del otro para crear una identidad protectora de tribu”.
El famoso actor y director italiano Roberto Benigni afirma en un discurso en el que habla sobre el patriotismo que “un verdadero patriota nunca considera su país como el mejor de todos, eso sería peligroso”, y “la alegría y el orgullo de vivir en un lugar que amas es lo más sano del mundo”, alejando de la definición del término la violencia y el racismo que, en muchas ocasiones, lo acompañan. Qué bonito sería el mundo si todos viésemos la vida con la sencillez con que lo hace Benigni. Pero por desgracia no es así. No comprendo por qué el amor a lo propio, ya sea a un país o a otra cosa, implica en muchas ocasiones el desdén a todo lo demás. Como si los enemigos de nuestros amigos tuvieran que ser también los nuestros aunque no nos hayan hecho nada. Lo mismo sucede en el fútbol: ser del Real Madrid va de la mano del odio al Barça, y viceversa. Me pregunto si es que, tal vez, encontramos especial dificultad en amar sin odiar a la vez. No puedo evitar pensar que, probablemente, parte de la culpa se encuentre en cómodos prejuicios y costumbres de origen jurásico que nos proporcionan una comodidad y una protección con las que nos encontramos muy a gustito. Quizá, deberíamos desconectarnos de Matrix, salir de nuestra zona de confort, tanto mental como física, y dejar a un lado nuestro etnocentrismo tan ridículo como arraigado, y empezar a abrir más los ojos y el corazón.— Aitana Robey.
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