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Escudos humanos con cuerpo de mujer

El cine está poblado de hembras cuyo frente de batalla es la pobreza y la inequidad El Festival de Cine de Mujeres de Saleh refleja su fuerza dentro y fuera de la pantalla

Analía Iglesias
FFIF

¿Hay un cine de mujer? Otra vez: ¿Hay un cine de la mujer pobre? Es una pregunta que no figura en el programa de la interesante octava edición del Festival International du Film de Femmes de Salé, Marruecos, pero que casi cualquier cronista con algo tablas de festivales encima se haría en este particular escenario, apenas concluidas las proyecciones y debates en una muestra que abre sus puertas a todo el mundo, a orillas del río Bouregreg.

Salé es la vecina popular de la sobria y pulcra Rabat, la capital marroquí. Podría ser un barrio grande y dependiente de la metrópoli, pero sigue siendo otra ciudad (de más de 500.000 habitantes), aunque ahora unida a ella por un moderno puente y un tranvía plateado. Son 10 o 15 minutos de trayecto por seis dirhams (0,50 euros), sumados a muchísimos horizontes de distancia, en el tiempo, en los tabús y en los porvenires.

A Salé llega la mujer como particularidad del arte: dentro de él, como tema; y fuera de él, poniendo su ojo y su manera de expresar lo que ve a disposición del otro. Temas de mujer o mirada de mujer. Y también como público: la mujer que todavía carga con todos los condicionamientos de siglos patriarcales, la que no ha podido estudiar y tiene que aguantar que cierto cine y una literatura entre comillas le sigan contando el cuento de la Cenicienta que se salva con un príncipe que le permite el ascenso social; eso sí, sin dejar de ser sumisa, virgen o madre abnegada.

Son muchas mujeres las que hacen los temas y el arte —muchos los personajes de la pantalla en escenarios olvidados de Corea del Sur y en Sudamérica o África—. Algunas mujeres del mundo estamos en estos días aquí, en el mismo espacio —el gran cine Hollywood del barrio Hay Karima—, disfrutando de un té a la menta entre colegas o haciendo cola para ver una peli gratis en el barrio. El auditorio ha encendido todas sus luces y hay alfombras por todos lados.

Cartel de 'Rachel', de Simone Bitton.
Cartel de 'Rachel', de Simone Bitton.

¿Hay un cine para la mujer pobre que no va al cine? Vaya absurdo. Y, sin embargo, puede que lo haya y sea este melodrama egipcio (o cualquier otro de esa industria prolífica) de actrices pintadas de más y gesticulando como en tiempos de Rodolfo Valentino; este cine que hace una sancta elipsis de la noche tórrida cuando en pantalla se ve al marido llegando a casa y a la mujer eligiendo lingerie (funde a negro, hasta la mañana siguiente).

¿Puede esta cinta de princesas/operarias de fábricas pobres de El Cairo representar a las adolescentes de cualquiera de los mundos reales de la inequidad en este planeta? Este cine recatado y de arriesgada moraleja sobre la respetabilidad de la mujer —la joven es digna siempre que conserve la virginidad— arranca vítores y aplausos de los chicos en la sala y sonrisas cómplices de sus vecinas adolescentes con velo ante el primer plano de un roce de dos bocas o de una mano sobre una rodilla.

Quizá nos equivoquemos y esta puesta en escena del público sea simplemente una manera de celebrar el que sus artistas se acerquen al barrio, a contarles de cerca cosas que parecen de todos los días, de manera estilizada.

La mujer, en el caso del documental, pone su paciencia al servicio de lo real Rachel Bitton, cineasta

En las cafeterías del festival, mientras tanto, algún director comenta con otro lo difícil que le resulta que las actrices marroquíes —habituadas a la estética del cine árabe— lleguen al set sin maquillarse de más, o sin maquillarse, cuando un realizador se lo pide. Difícil para las mujeres saber cuándo el exigente escrutinio masculino sobre su belleza, o su expectativa al respecto, le jugarán una mala pasada, porque esta vez un creador pide verosimilitud y no sensualidad.

“La cámara está ahí para mostrar su humillación y entonces no reniegan de ella”, explica la documentalista francesa Simone Bitton, en uno de los foros de debate, a propósito de una cámara en la calle documentando rutinas de pobres, sin preguntar. Habla de su película, Mur (2004), sobre el muro de Gaza, cada vez más alto, cada vez más alambrado, y al que los palestinos y las palestinas trepan casi a diario para seguir haciendo su vida cotidiana, con bebés en brazos, con bastones, con bolsas de la compra, ayudándose, sonriendo a pesar de los espinos y, de fondo, la música de los helicópteros israelíes y los pájaros, todavía.

“La mujer, en el caso del documental —comenta Bitton— pone su paciencia al servicio de lo real”. La cineasta francesa, que nació y creció en Rabat, ha vuelto a la ciudad de su infancia para hablar de cine en un festival de mujeres, y se enfrenta a un auditorio predominantemente masculino. Un realizador local lo señala y ella le espeta que no podemos culpar a las mujeres marroquíes de que no vengan a discutir de edición o de abordajes de ficción o documentales.

Bitton ha interpretado pedazos de la historia y la política marroquíes en sus películas y sabe que estos temas que parecen “masculinos” suelen estar algo restringidos a la mirada femenina, pero ella insiste en que “no hay historias de hombres ni de mujeres” y que cada artista tiene una mirada individual. “El considerar que una mirada es de hombre o de mujer es parte de la construcción de la alienación… Los hombres tienen su parte femenina y, cuando pueden expresarla, no hay más segregación”, sostiene.

Sin embargo, hay en estos fragmentos de películas con sensibilidad de mujer, los de Bitton y también los de la montajista francesa Catherine Pointevin, que muestra en Rabat cortes de Soif (Sed) de Saâd Chraïbi, algo de atención a los detalles que podría intuirse femenino, quizá la coherencia del fondo y la forma, o el tono de lo que anuncian, o la paciencia.

Pero en la mesa de diálogos cruzados entre cineastas hombres y mujeres se vuelve a renegar de cualquier segregación. Se vuelve a negar una mirada específica de género, o el que haya unos realizadores que por ser nacionales o extranjeros tienen derecho (o no) a narrar la historia de un país, como el que exista un cisma entre la realidad y la ficción en el arte.

"This is not your war. This is my war" ("Esta no es vuestra guerra. Esta es mi guerra"), grita el soldado israelí asomándose por la escotilla de un tanque e intentando disuadir a los pacifistas extranjeros para que lo dejen seguir arrasando el suelo de Rafah, en Palestina, en una de las imágenes de la película Rachel (2009), de Simone Bitton. Rachel Corrie fue una activista norteamericana que murió aplastada por una motoniveladora en territorios ocupados en 2003, y a quien volvemos a recordar en estos fotogramas proyectados en el Festival de Salé.

A propósito de la pobreza y la mezquindad, Rachel es ese escudo humano con cuerpo de mujer que se ofrece como metáfora de los frentes de guerra (o de paz) que no tienen género, ni en la pantalla ni a pie de calle.

Sobre la firma

Analía Iglesias
Colaboradora habitual en Planeta Futuro y El Viajero. Periodista y escritora argentina con dos décadas en España. Antes vivió en Alemania y en Marruecos, país que le inspiró el libro ‘Machi mushkil. Aproximaciones al destino magrebí’. Ha publicado dos ensayos en coautoría. Su primera novela es ‘Si los narcisos florecen, es revolución’.

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