Lamu no tiene quién le escriba
Autora invitada: Maribel Alonso Francisco (*)
Si los últimos acontecimientos no hubieran ocurrido, el archipiélago de Lamu (Kenia) no sería, a día de hoy, poco más que un espejismo tenue de lo que debería ser y fue durante años. Su centro histórico, Lamu Town, era el pasado martes 8 de julio, una ciudad donde los turistas se contaban con los dedos de una mano. Tanto ese día como las anteriores semanas, e incluso meses, numerosos complejos hoteleros permanecían cerrados, las barcas se mecían amarradas a los muelles y el bullicio de las calles, ajeno a lo que ocurría o pudiera ocurrir, se concentraba tan solo en un puñado de emplazamientos. Las playas, para goce y disfrute de los pocos a los que la casualidad nos había llevado hasta allí, estaban desérticas, las humildes tiendecitas de la calle principal apenas registraban movimiento.
La mayoría de los europeos en el lugar disfrutábamos de unas ‘vacaciones solidarias’ al amparo de dos ONG españolas que se habían esforzado, desde hace ya algunos años, en proporcionar recursos a mujeres y niños. Algunos eran decididos voluntarios que se habían desplazado durante unos meses a Lamu de forma desinteresada, casi todos ellos médicos y enfermeros. Otros, simples vacacioneros que, sedientos de curiosidad y empachados de ingenuidad, habíamos decidido aprovechar las tres semanas de vacaciones de rigor para ayudar en lo necesario.
Ante nosotros estaba la magnífica posibilidad de vivir una experiencia distinta a cuando se visita un lugar como mero destino turístico: mezclarnos de verdad con los locales, conocer su cultura, compartir sus costumbres y su día a día. Una oportunidad de oro que, bien aprovechada, nos permitió en tan solo una semana aprender a jugar al Bao Game, disfrutar de los manjares del ‘break’ del mes de Ramadán al atardecer, hartarse del café con jengibre, no tener que pedir auxilio para encontrar la salida en el laberinto de calles de Lamu y, quizá lo más importante para nosotros: que dejaran de tratarnos como meros turistas.
Todo en solo unos días y por un único motivo: la ‘esencia de Lamu’ no entiende de complejos, lenguas, ni de estrechez de miras. Se encuentra en sus gentes, en su forma de saludarte y despedirte. En su trato cercano que consigue que la conversación fluya de la forma más natural posible, saltando de un inglés oxidado a tímidos y cómicos intentos de swahili, por nuestra parte y de castellano, por la suya.
Si la experiencia duró solo una semana fue porque ese día, 8 de julio, Lamu Town amaneció repleta de carteles donde Al-Shabab, grupo terrorista somalí vinculado a Al Qaeda, amenazaba en lenguas wahili que iba a convertirse en el escenario de inminentes atentados contra kikuyus (etnia del actual presidente de Kenia). Pese a los mensajes de tranquilidad de las autoridades locales, el ambiente, antes sosegado y acunado por los cánticos del Ramadán, se volvía entonces titubeante y confuso.
La incertidumbre causada por la aleatoriedad de los anteriores ataques perpetrados en lugares cercanos como Mpeketoni o Witu, propiciaba ese día un sinfín de llamadas de teléfono, lágrimas en los ojos y, en muchos casos, miedo. La mayoría de los habitantes, musulmanes todos ellos, intentaban mantener una calma aparente porque en Lamu, nos repetían una y otra vez, ‘nunca pasa nada’. Allí todas las etnias, independientemente de la religión que profesen, conviven en la más estricta normalidad bajo una consigna tácita, pero real, de armonía y respeto mutuo.
Pero los que intentaban tranquilizarnos no eran el objetivo de tales amenazas y sí lo eran las familias cristianas. Muchas de ellas decidieron abandonar el lugar sine die: "Hasta que las cosas se calmen", decían algunos. "Hasta que suceda lo que tiene que suceder y podamos volver", apuntaban los más pesimistas. Parecía que casi todos esperaban a que ocurriera una gran desgracia, tras la cual podrían regresar a Lamu y, sin más, retomar de nuevo sus vidas.
Muchos negocios echaron el cierre, entre ellos la única librería de la ciudad, regentada por Rebeca, a quien prometimos un intercambio de libros que nunca llegó a producirse. Algunos vendedores ambulantes, por su parte, rebajaban sin sentido los precios de sus muestras para poder comprar un billete de autobús, solo de ida, de Lamu a Malindi. Desde allí se dirigirían a cualquier otro lugar – qué más daba dónde- y se reunirían con sus familias en una ciudad segura –de mayoría cristiana-, o intentarían llegar a Mombasa y simplemente esperar a que todo, o nada, pasase.
Nosotros también debíamos abandonar con la mayor premura el país ‘de forma preventiva’. Las fundadoras de la ONG, Merche y Lola, se quedarían allí unos días más, a la espera del desarrollo de los acontecimientos. El proyecto de Afrikable no podía ni debía paralizarse: 40 familias de Lamu dependían del trabajo que aquellas mujeres desempañaban al cobijo de la asociación. Ellas acudían diariamente a una casa-taller, donde convivíamos los voluntarios, para coser, pintar, cortar, tejer telas y prácticamente cualquier material con el que posteriormente confeccionaban artesanalmente manteles y faldas de colores vivos, cómodas sandalias, pulseras y un sinfín de productos más. La venta de dichos productos, tanto en Lamu como en España, les permitía ganarse un sueldo que triplicaba el salario medio del país y lo más importante: sentirse parte de una sociedad que se empeña en fulminar el papel de la mujer como generador del cambio que nunca llega.
Gracias a ese proyecto de comercio justo, no sólo lograban un trabajo con el que ganarse la vida, sino que también consiguieron, en muchos casos, el respeto de sus maridos, vecinos y familiares, aprendieron a leer, escribir y contar, gestionar pequeños y medianos presupuestos, conciliar su vida personal y profesional sin remordimientos y sorprenderse con la existencia de un concepto llamado ‘baja maternal’.
Por su parte, el colegio y el comedor al que acudían sus hijos y otros niños de Lamu tenían que cerrarse temporalmente. Las abnegadas profesoras, maestras cristinas, cuyas enseñanzas transmitían por igual entre hijos de musulmanes, kikuyus, masais u ormas, sentían miedo por sus familias y abandonaban la ciudad. Al igual que ellas, algunas mujeres que trabajaban en la ONG decidieron marcharse, otras, sin embargo, no reunieron las fuerzas, el dinero o el miedo suficiente para hacerlo. A su vez, la segunda asociación, Anidan, que operaba en la zona organizaba la salida ordenada de sus voluntarios. En su caso trabajaban a cargo de un hospital y una casa de acogida cuyos servicios deberían seguir funcionando a marchas forzadas aunque ellos no estuvieran allí.
Ha pasado más de un mes desde que tuvimos que dejar Lamu acompañados de nuestras mochilas, que volvían a España cargadas de ropa sin utilizar, resignación y, sobre todo, preguntas sin retórica, pero también sin respuesta. La incertidumbre sobre si estábamos siendo demasiado alarmistas al irnos seguramente nos acompañe durante algunos meses más. También lo hará la frustración del volver a casa sin poder hacer nada por los que se quedaban allí. "Nosotros nos vamos y vosotros os quedáis aquí con vuestro problema". Injusto y cierto a partes iguales.
Desde entonces, las pocas noticias que se escriben sobre lo que está pasando, cuentan que se han producido dos atentados cerca de Lamu Town, uno de ellos en autobús que viajaba de Malindi a Lamu en el que hubo seis muertos. Sin embargo, la espera de la desgracia que no llega, lo que no parece ser noticiable para la mayoría, es mucho más poderosa. Lo suficiente para que otras familias sigan abandonando la zona, para que vacacioneros, voluntarios y turistas cancelen sus viajes.
Como siempre sucede, las principales consecuencias caen sobre los hombros de los más débiles y las preguntas de los que un día estuvimos allí seguirán amontonándose desordenadas en nuestras cabezas: ¿Qué pasará con Lamu y Lamu Town en el corto plazo? ¿Acabarán desembocando estos ataques en un conflicto de escala nacional? ¿Podrán seguir las ONG de la zona adelante con sus proyectos? ¿Volverá Lamu y Lamu Town a ser lo que eran?
(*) Periodista especializada en Relaciones Internacionales, hoy dedicada a la Comunicación y Relaciones Públicas.
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