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3.500 Millones
Coordinado por Gonzalo Fanjul y Patricia Páez

Huir para salvar la vida en la RD del Congo

Segunda entrada de nuestra serie sobre la República Democrática del Congo (RDC), escrita por nuestro colaboradorAlex Prats (@alexpratstweets).

Un grupo de mujeres conversa sobre sus derechos en un grupo de un campo de Rubaya. Foto: M. Michael/Oxfam.

Salimos de Goma a las 7 de la mañana, rumbo a Rubaya, en la región de Masisi, provincia de Nord Kivu. Rubaya está a 65 km de Goma, pero tardaremos, si todo va bien, unas dos horas en llegar. He viajado por varios países en África, pero no había visto antes unas carreteras como las de aquí. No tengo claro si se les puede llamar caminos siquiera. Pinchamos rueda. Se nos rompe un amortiguador. Finalmente, superadas las dificultades, llegamos a nuestra base en Rubaya tras más de tres horas de ruta. Lo primero que haré cuando regrese a Nairobi es visitar al osteópata.

En la base, mis colegas Germain y Evelyn me dan unas cuantas pinceladas acerca del territorio y nuestros proyectos. En esta parte de la provincia, nuestro equipo humanitario trabaja en tres campos de desplazados en los que viven unas 20.000 personas, así como en dos comunidades que han acogido en sus casas a un total de 10.000 personas más. Hace un año que llegaron; huyeron de sus casas para salvar sus vidas. Más de 40 grupos armados operan con total impunidad en la RDC.

Nuestro trabajo consiste en proporcionar agua potable, duchas y letrinas, así como en contribuir a la mejora de las prácticas de higiene con el objetivo de minimizar posibles enfermedades. Un criterio fundamental a la hora de tomar decisiones sobre la ubicación y gestión de las instalaciones es reducir al mínimo la exposición de las personas a la violencia, por ejemplo, asegurando la separación de las letrinas de hombres y mujeres, o evitando trayectos largos por zonas inseguras hacia los puntos de agua. Acabada la introducción, nos subimos de nuevo al coche para ir a Nupuru, donde visitaremos el primer campo de desplazados.

Hemos avisado de nuestra llegada al campo, pero como el responsable no aparece, decidimos empezar la visita sin él, acompañados por parte de su equipo. Todo parece funcionar razonablemente bien. Es fundamental que los comités que ayudamos a establecer en los campos hagan bien su trabajo: se deben respetar los tres turnos de limpieza de duchas y letrinas, debe haber siempre agua y jabón disponibles en los puntos adecuados para el lavado de manos, se debe asegurar una operativa correcta de las instalaciones de agua. En este primer campo, la fuente natural de agua está a 3 kilómetros de distancia. Nuestros equipos han hecho un gran trabajo técnico y logístico para asegurar que cada persona tenga acceso a un mínimo de 15 litros de agua por día.

Proyecto en el campo de Belunga, cerca de Goma (Nord Kivu).

El responsable del campo aparece justo cuando nos estamos marchando. Se excusa por el retraso. Un niño de tres años ha muerto por la mañana y ha decidido estar con la familia esperando a la llegada de un médico. Cuando le pregunto por la causa de la muerte, se encoge de hombros, piensa durante unos segundos y dice: se ha envenenado, como solemos decir aquí cuando muere un niño. Luego el médico quizás pueda aclarar algo. La RDC es el penúltimo país del mundo en el Índice de Desarrollo Humano. El 43% de las niñas y niños sufren malnutrición. Quince de cada cien mueren antes de cumplir los cinco años.

Después de la visita al campo de Nupuru nos acercamos a saludar al chef de poste, el representante que ocupa el escalafón mas bajo en la estructura de gestión territorial en la RDC. Después de las presentaciones y de los breves discursos de cortesía, le pregunto sobre los recursos de los que dispone para promover la paz y el desarrollo de las comunidades. Aquí solo tenemos la ayuda de las ONG, contesta, no llega absolutamente nada de los recursos del Estado. Tenía en mente otras preguntas acerca del supuesto proceso de descentralización recogido en la Constitución del 2006, pero desanimado por lo que acabo de escuchar, le agradezco la bienvenida y colaboración y seguimos con el plan de trabajo previsto.

Poco después llegamos al segundo campo, Kushusha, donde enseguida identificamos algunos problemas de funcionamiento. Algunas puertas de letrinas y duchas no están en buen estado y encontramos excrementos fuera de una letrina. Abro un par de bidones para el lavado de manos. Están vacíos. Nuestros equipos deberán reforzar lo antes posible el trabajo de los comités.

Son las cinco de la tarde cuando salimos de Kushusha. Emprendemos el regreso hacia la base. Por el camino, los niños y niñas nos saludan al grito de mzungu, monuc, biscuit. Para ellos, todos los blancos somos parte de la misión de las Naciones Unidas. En la RDC, la fuerza de intervención establecida por la MONUSCO (antes ONUC y MONUC) ha combatido recientemente junto al ejército congoleño para derrotar a uno de los principales grupos armados: el M-23. En este contexto, la confusión por parte de la población, y especialmente de los grupos armados, para distinguir entre la misión de Naciones Unidas y los equipos de ONG puede suponer un riesgo para nuestra seguridad.

En la base, situada en un punto a 1.800 metros por encima del nivel del mar, ‘papa’ Jojo está preparando arroz y judías. Hoy nos hemos saltado el almuerzo, estoy hambriento, pero me da vergüenza hasta pensarlo. Ha bajado la temperatura y empieza a hacer frío. Veo que el carbón está al rojo vivo, así que le pido a ‘papa’ Jojo si es posible calentar un poco de agua en la cocina para ducharme. La casa se encuentra al pie de una pequeña colina en cuya cima hay minas de casiterita. El paisaje es majestuoso. En la base viven de forma permanente unas quince personas, lejos de sus casas. Cenamos todos juntos. Hay risas. En cierto modo, aquí los colegas de trabajo se convierten en tu familia.

Ocho de la tarde. Se ha hecho de noche. Miro hacia la colina y veo decenas de luces que se mueven en todas direcciones. La imagen me trae a la memoria mi primer juego del comecocos, en la pantalla verde de un spectrum-34, el primer ordenador que compraron mis padres. Son los trabajadores de la mina. Parece que allí arriba no hay descanso. Bonne nuit, digo a los que quedan. Entro en mi habitación, me estiro en la cama y cierro los ojos. Oigo un sonido seco que parece venir de la colina. Me pregunto si será un disparo. Otro. Otro. Otro. Me levanto y saco la cabeza por la puerta. Nadie en la base parece inmutarse. No se oye nada más. Vuelvo a la cama. Respiro profundo y cierro otra vez los ojos. Ha sido un día largo. Duermo.

Los tambores y cantos de la comunidad me despiertan a las cinco de la mañana. No puedo dormir más. Me visto y salgo de la habitación. Saludo a Justin, uno de los guardas. Le pregunto sobre los cantos: están glorificando a Dios, me explica, agradecen al Señor que les haya permitido despertar después de la noche, ¿acaso no hacéis lo mismo vosotros en Europa? Pero antes de que pueda responder se vuelve a oír un disparo en la colina. Y a ese primer disparo le siguen bastantes más, quizás veinte. Son los mineros, me dice Justin. Pregunto a dos compañeros más. Los mineros, confirman. Luego, silencio.

Desayunamos y salimos de la base para visitar una de las comunidades de acogida a personas desplazadas. Justo después de cruzar el rio, aún muy cerca de la base, vemos a unas cincuenta personas que corren hacia nosotros. Le pedimos al chófer que detenga el coche y dé media vuelta. Nos alejamos de la zona unos cien metros. Preguntamos qué está ocurriendo. Una mujer que corre con leña cargada sobre la cabeza nos dice que un policía mató a un minero al anochecer y que esta mañana los mineros han matado como venganza a uno de los policías. Unos cuantos jóvenes se acaban de agrupar. Están armados y dispuestos a apoyar a los mineros contra la policía. La violencia y la impunidad son el pan de cada día en esta parte del planeta.

Esperamos unos minutos. El camino se despeja. Continuamos la ruta. De la visita al proyecto en la comunidad de Kubaki me resulta sorprendente la buena convivencia entre la población autóctona y las personas que han sido acogidas. Llevan allí un año pero no quieren volver a sus casas. Donde vivían antes ya no se sienten seguros. A las ONG que trabajamos aquí, el miedo de los desplazados al retorno nos plantea algunos retos y dilemas importantes: ¿hasta cuándo debemos quedarnos? Los discutiremos con el equipo durante el regreso a Goma.

Resulta sobrecogedora la capacidad de resistencia de la población; es desconcertante como, una y otra vez, golpe tras golpe, vuelven a levantarse y siguen con sus vidas.

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