Lugares donde aprender: la portería, el taller y el patio del colegio
Foto: El País
Cuando mi hermano tenía 4 años consiguió el volante de un seiscientos, un volante de verdad, porque fue capaz de reconocer todos los modelos y fabricantes de los coches que había aparcados en un taller donde mi padre había llevado a reparar nuestro R12 familiar. Aquel volante pesaba más que él, pero se convirtió en su juguete favorito. Lo llevaba a todas partes, dentro y fuera del coche, sobre el sofá y encima de su cama se pasaba el día conduciendo. También bajaba a hablar con el portero y a poner multas a los coches que había aparcados en nuestra calle. Recuerdos como este no pretenden rescatar la nostalgia sino constatar cuán difícil sería hoy que se repitieran escenas similares. Y no lo digo por el seiscientos.
Cuando los hijos acompañaban a los padres al taller era porque los talleres estaban en el barrio, o en el centro de la ciudad, y no hacía falta conducir hasta el extrarradio para pasar una revisión.
Por entonces esos hijos, menos cargados de actividades extraescolares, teníamos tiempo para ir con nuestros padres al banco, al quiosco o a la pastelería (o simplemente lo hacíamos porque no se nos pasaba por la cabeza que hubiera otra posibilidad) y, poco a poco, con timidez, fastidio o curiosidad, y de la mano de un progenitor, íbamos entrando en los escenarios adultos de la ciudad a través de nuestro propio vecindario.
Evidentemente el taller, cuando era taller de barrio, no era la única escuela a pie de calle. Y es cierto que hoy hay otras nuevas vías educativas e incuso algunas de las ya antiguas que permanecen. El patio del colegio es una de mis favoritas, aunque no se caracteriza nunca por la suavidad, la diplomacia o las maneras de acceder al conocimiento. El patio entrena, pero exige mercromina, tiritas y saber guardar secretos.
El otro día mi hijo pequeño llegó a casa contando que un chaval de la ESO le había enseñado en el patio del cole un vídeo porno. Aunque está prohibido, se había conectado a internet con el móvil y había conseguido que los niños que nunca le hacen caso y no quieren jugar con él a futbol le dedicaran, esa tarde, toda su atención. Al adolescente le costó 15 días de expulsión, pero creo que le debió de parecer barato que le hicieran tanto caso, aunque fuera solo durante un rato. Cuando mi hijo regresó a casa y lo contó luego preguntó:
-¿Papá y tú cuándo lo hicisteis? Se debía pensar que las relaciones sexuales se tienen siempre con el fin de procrear (evidentemente no entendió muy bien el vídeo), de modo que le tuve que explicar que eso era algo que se hacía de vez en cuando.
-Ah sí… ¿La próxima vez podré verlo? –preguntó.
Mi defensa del patio del colegio tiene poco que ver con los vídeos porno, pero mucho con la exposición a la realidad de la vida. Más allá de balonazos, intrigas y escondites, el recreo es un lugar inesperado para niños tan ocupados y sobreprotegidos como los nuestros. El patio es donde se exponen a lo que deben aprender de la manera más bruta. Por eso ese espacio abre el camino a explicar las cosas con claridad, y si se quiere con menos crudeza. El patio cumple un papel de exposición y de umbral, ayuda a iniciar, a sorprender, o incluso a asustar. Y mientras se quedan en él los pelos y las señales del primer bofetón, los padres podemos explicar las cosas cuando los niños de verdad quieren escucharlas (o aclararlas). Eso puede hacer una tipología guerrera, el mundo de peleas, tiritas, amistades, secretos y descubrimientos que es el patio del colegio.
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