La final
Los jugadores eran, en realidad, sustitutos de si mismos. Esa había sido la causa de la hecatombe de la selección española.
Apoyado en las muletas, avanzaba con el cuerpo contorsionado, en rabiosas pinceladas, como una figura de Francis Bacon en movimiento. Fue uno de mis primeros maestros, don Antonio. La testa esférica, monda y refulgente, tiraba hacia delante de todos nosotros, la hueste escolar, camino de la única tasca del barrio con televisor. Y él debía ser el único en el planeta que sacaba a sus alumnos del aula para ver los combates de boxeo de Muhammad Alí (entonces, Cassius Clay). Nada de fútbol. El maestro despotricaba contra nuestra verdadera religión. Los futbolistas eran nuestros dioses. Custodiábamos los cromos como estampas milagrosas. Así que su discurso iconoclasta resbalaba por la piel del cuero. Me acordé del maestro viendo en un bar la semifinal entre Holanda y Argentina. Lo mejor del espectáculo suele ser el público, como aquella aficionada del Celta que retrató para la posteridad al legendario Amoedo: “¡Esas son piernas y no las de mi marido!”. Disfruté el prescindible partido gracias a un comentarista espontáneo, un cascarrabias que desde el púlpito de la barra fue desmontando este Mundial como una gran patraña. Los jugadores eran, en realidad, sustitutos de sí mismos. Esa había sido la causa de la hecatombe de la selección española. Quien competía no era La Roja, sino una suplantación. A los españoles no les llegaban las ideas a los pies. Y los brasileños eran clones desposeídos de lo salvaje y lo bello. En general, los jugadores de este Mundial no jugaban, sino que se escondían en el campo. Una consecuencia más del cambio climático: la extinción de las abejas, las ranas y los futbolistas silvestres, debido al capitalismo impaciente. Hasta que llegaron los penaltis. Saltó, nos abrazó, gritó: “¡Estos boludos casi me rompen el corazón!”. Me convenció. Mientras no llega el Apocalipsis, que gane la Argentina
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