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LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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El verano del 14

Todo empezó con el atentado de Sarajevo, un incidente trágico pero de importancia limitada. La atmósfera nacionalista y el patrioterismo de la peor especie que reinaban en Europa desencadenaron la contienda

José Álvarez Junco
EVA VÁZQUEZ

Hace ahora cien años, en aquel mes de julio que siguió al atentado de Sarajevo, las cancillerías europeas echaban humo. Entre amenazas y ultimatos, negociaban febrilmente intentando impedir el inicio de una guerra que al final, sin embargo, estallaría e implicaría a casi todos. Un siglo después, es bueno reflexionar sobre aquella matanza y sus consecuencias para Europa. Matanza, ante todo, y de dimensiones nunca vistas en la historia humana: unos 10 millones de muertos en campos de batalla; al menos otras tantas víctimas civiles, aunque estas sean imposibles de cuantificar; incontables destrozos en infraestructuras y tesoros artísticos; y descomunal gasto de dinero público, que se prolongaría en la posguerra con las indemnizaciones y pensiones a huérfanos, viudas o mutilados (a las que la Francia de los años veinte dedicaba casi la mitad del presupuesto nacional). Europa, que en 1914 era la región más rica y poblada del mundo, con un grado de bienestar desconocido en la historia de la humanidad, emprendió aquel verano el camino de su declive, rematado 25 años después por un segundo conflicto más catastrófico aún. La llamada Guerra de los Treinta Años(1914-1945) nos hizo descender a lo que hoy somos: tercera región mundial en riqueza e influencia política. La competencia entre los Estados europeos, que en siglos anteriores pudo ser el estímulo para su productividad y creatividad, acabó llevando a su suicidio colectivo.

Todo empezó con un incidente, como el atentado de Sarajevo, trágico pero de importancia limitada. Los magnicidios, en definitiva, eran cosa conocida: en atentados terroristas habían muerto el zar Alejandro II, la emperatriz Sissi, el rey Humberto I, los presidentes Sadi Carnot o McKinley, los jefes del Gobierno Cánovas o Canalejas y muchos más. Pero lo que hizo que aquel episodio derivara en resultados no queridos por nadie fue la atmósfera nacionalista que reinaba en Europa y azuzaba a la opinión pública con pasiones incontrolables. No hay más que recordar el entusiasmo con que se acogió la declaración de guerra y las muchedumbres que recorrieron Berlín gritando enfebrecidas “¡a París!” a la vez que otras en la capital francesa vociferaban “¡a Berlín!”, empujando a sus gobernantes a despeñarse por la pendiente. Reinó entonces la fiebre chauvinista, el patrioterismo de la peor especie, muy patente en los insultos al vecino (los alemanes eran boches en Francia, hunos en Inglaterra).

Acabo de usar el término nacionalismo en el sentido de una visión del mundo que divide a la humanidad en pueblos o razas con sus características biológicas y psicológicas que les hacen radicalmente diferentes del vecino; visión que se apoya en datos biológicos (color de la piel), culturales (lengua, religión) e históricos (manipulados). Este tipo de Weltanschauung dominaba a principios del siglo XX incluso entre muchos intelectuales, más atraídos por una visión racista y jerárquica de los pueblos y culturas que por la idea de igualdad entre los seres humanos.

Los gobernantes jugaron con fuego. La región más civilizada no dio muestras de racionalidad

Pero el nacionalismo es también un sentimiento, una emoción. Una emoción que, quizás para compensar el descenso de las creencias religiosas y la monotonía del trabajo industrial, ha superado a cualquier otra en el mundo moderno. Y que inspira, sin duda, actos de generosidad, de sacrificio del interés individual por el colectivo, pero que limita esta generosidad a los connacionales, mientras que fomenta la desconfianza, el egoísmo o el odio hacia el vecino.

Estos sentimientos perversos son los que se impusieron en 1914 sobre los principios morales y políticos que se suponían base de la superioridad europea. Europa se contradijo y perdió el control de sí misma. La región más civilizada del mundo no dio muestras de civilización ni de racionalidad. Apoyándose en unos esquemas de autocomprensión política erróneos y empeñados en rivalizar en poder económico, político y militar, los gobernantes jugaron con fuego. Utilizaron sistemáticamente la política de la fuerza, creyeron tolerable e incluso deseable la guerra, que se suponía cultivaba los más elevados ideales en los “hombres”. No funcionaron la diplomacia ni el derecho. Y, bajo la ilusión de “acabar con todas las guerras”, llamaron a una movilización enloquecida; para encontrarse a los pocos meses empantanados en trincheras llenas de barro, cadáveres y ratas.

Se impuso, en resumen, el nacionalismo en un tercer sentido, el peor de todos: el que lo identifica con políticas agresivas, imperialistas o militaristas, dirigidas a expandir los territorios dominados por un Estado. Porque los dirigentes políticos utilizan la retórica nacional, como cualquier otra que les convenga, para ampliar su poder. Y las pasiones que despertaron en aquella coyuntura hicieron que las muchedumbres perdieran la sensatez más que sus propios azuzadores, que al final comprendieron que se hallaban al borde del abismo e intentaron evitar la caída. Basta leer los angustiados telegramas que el zar ruso y el emperador austríaco se intercambiaron en aquel julio de 1914 animándose a frenar los impulsos bélicos en sus respectivas sociedades.

No funcionaron la diplomacia ni el Derecho. Había la ilusión de “acabar con todas las guerras”

Una vez terminado el conflicto, lo que se ofreció como solución y garantía de que no habría nuevas guerras fue, de nuevo, el nacionalismo, entendido esta vez en un cuarto sentido: como principio doctrinal. Un principio según el cual cada pueblo o nación debe tener un Estado propio. La paz negociada en 1919 se inspiró en los 14 puntos de Wilson, para quien el problema europeo era que había imperios demasiado heterogéneos y era preciso crear un Estado para cada pueblo. Imperios como el austrohúngaro, zarista o turco eran, para él, el paradigma de la complejidad arcaica, mientras que veía en el Estado-nación una fórmula política sencilla y moderna. Pero el nuevo mundo de Estados-nación no resolvió los problemas, sino que creó otros: minorías discriminadas, desplazamientos masivos de población, territorios irredentos, agravios interminables.

La paz de 1919 no trajo la estabilidad, sino nuevas convulsiones. Estados Unidos, tras haber decidido el resultado de la guerra, negociado el tratado de París e ideado la Sociedad de Naciones, se retiró del escenario. Con lo que se produjo un vacío de poder internacional, sin una potencia hegemónica capaz de sustituir a Gran Bretaña. Los europeos, incapaces de comprender que tras la “guerra de las tribus blancas” nadie los veía ya como “razas superiores”, que no tenían misión civilizadora alguna de la que presumir ante el resto del mundo, reavivaron sus rivalidades; y en ese caldo se cultivó Hitler. A corto plazo, de la Gran Guerra los europeos aprendieron muy poco. Las dolorosas enseñanzas solo llegaron tras la Segunda. Solo desde 1945 se comprendió que el recurso habitual a la fuerza como instrumento político acababa en guerras globales. Solo entonces se empezó a abandonar la idea de las grandes potencias y las áreas de influencia. Con lo que se ha conseguido que conflictos como los balcánicos de los años noventa, tan similares a los de antaño, o la actual crisis ucraniana, no hayan superado el nivel local.

De 1919 procede también la idea de crear un orden institucional internacional destinado a evitar las guerras. La Sociedad de Naciones fracasó, pero fue sucedida en 1945 por las Naciones Unidas, esta vez ya con plena implicación estadounidense. Y hoy avanzamos lentamente hacia un orden jurídico-político supranacional, por medio del TPI, el Consejo de Europa o los pactos universales sobre la imprescriptibilidad del genocidio o los crímenes contra la humanidad.

Europa, en resumen, decayó por los nacionalismos y ahora, desde hace sesenta años, intenta superarlos. No es buen momento, desde luego, para lanzar flores a la UE, pero es lo mejor que tenemos, el único gran proyecto en el que estamos embarcados. Aunque es un experimento sin precedentes históricos, en la medida en que repita alguna fórmula conocida no sería malo que se aproximara más a los viejos imperios multiculturales que al moderno Estado-nación. No porque fueran autocracias, obviamente, sino porque su legitimidad política no se debía a la homogeneidad cultural de sus componentes. El demos soberano de una entidad política moderna no es una etnia; es un conjunto de individuos muy dispares que tienen en común su aceptación de, y sumisión a, una misma estructura institucional; la cual les convierte, no en miembros de una fratría, sino en ciudadanos libres e iguales.

José Álvarez Junco es historiador. Su último libro es Las historias de España (Pons / Crítica).

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