El relevo
Mi padre hurgó en mi bolso, creo que en busca de unas monedas para comprar tabaco, y encontró un librillo de papel de fumar, Smoking Rojo. Ya había cumplido los dieciocho, aprobado el COU con matrícula y cerrado unos cuantos bares al son de Walk on the wild side. No supe cuánto le había sorprendido su hallazgo por él, sino gracias a esa incontinencia maternal que siempre se anticipaba para tender puentes a riesgo de no saber guardar secretos. El silencio de mi padre me heló más que mil discursos. No mencionar aquella revelación –porque entonces los jóvenes no fumaban tabaco de liar, sino Fortuna–, me hizo sentir lo que en verdad era: la única responsable de lo que llevaba en mi bolso. Nunca conversamos sobre ello, ni hacia el final de su vida, cuando hablamos de tantas cosas.
Los que pertenecemos a la generación del rey Felipe VI y que conocimos un mundo mucho más próspero que el de nuestros padres pero también más que el que han heredado nuestros hijos, nos acostumbramos a dibujar una línea imaginaria en casa que distinguía el amor de la confianza. Queríamos a nuestros padres, sí, pero ni los besábamos tanto como hacemos hoy con nuestros hijos, ni ellos nos dedicaban largas conversaciones como se impone ahora en el imaginario de la paternidad ejemplar. Ignoro por qué, a pesar de la glorificación de la familia, hace apenas cuarenta años el cariño entre sus miembros era esquivo y las distancias marcadamente jerárquicas.
No sé si a los veinte años, Don Juan Carlos de Borbón le registró alguna noche la cartera a su hijo. Ni qué control ejercía sobre él, y si lo hacía, hasta cuándo. Corren leyendas de algunas de sus juergas en el internado, pero siempre se mostró comedido. Hasta el día en que su padre, como les ocurre a casi todos, observó que su hijo echaba canas, sonreía con un encanto del que él ya se sentía huérfano, y tenía “el plato lleno de ocupaciones y alegrías”, como dijo el entonces príncipe a los periodistas cuando nació su hija Leonor, eligiendo una metáfora insólita.
Había que dar paso a la generación capaz de ejercer otro tipo de liderazgo, un distinto manejo del poder y los privilegios. La mayor parte de directivos de las empresas más importantes de España son hombres (solo una mujer, Esther Alcocer) de edad parecida a la de Felipe VI. Comieron algún Tigretón, vieron a Curro Jiménez, hicieron la transición de la Olivetti al Mac y pasaron de ir a la discoteca a cenar sushi en casa.
Felipe VI dejó bien claro en su proclamación que es un rey con familia. Un padre que acostará a sus hijas. Un hijo capaz de hacer emocionar a su madre. Un marido que se deja acariciar por su mujer, esa “reina de clase media” que ha vivido más que él, tan acolchado entre algodones y pistas de esquí. Fotogénicos, pletóricos, exhibiendo sus afectos, Felipe VI y su familia estrenaron reinado con una puesta escena de bajo perfil, contenida pero besucona.
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