Ana María Matute, a pesar de
Se marchó la semana pasada sin hacer ruido, un mes antes de cumplir los 89 Discretamente, como discreta fue su andadura literaria a pesar de los muchos premios que cosechó, desde el Gijón y el Nadal allá por los lejanos años 50 hasta el más que prestigioso Premio Cervantes, que le fue concedido en 2010, siendo por cierto tan sólo la tercera mujer en recibirlo entre un montón de ímprobos caballeros de la pluma. Fue una niña de la guerra y, como tal, compartió generación con Carmen Martín Gaite, otra gran dama de la escritura; de hecho ambas nacieron en 1925, año en que Hitler publicó Mein Kampf (sin el cual las heridas del siglo XX no hubieran sido tan dolorosas) y, se diría que para compensar, Virginia Woolf La señora Dalloway.
A Ana María Matute la Guerra Civil le despertó todos los demonios, y también una desbordante fantasía, que cultivó como un huerto florido en todos y cada uno de sus libros (incluso en los más oscuros, que los hubo), aunque como Frida Kahlo insistía en que no escribía ni sus sueños ni sus pesadillas, sino su propia realidad. Su poderosa imaginación le encerró entera en esa gran novela, por lo voluminosa y por lo excelente, que es Olvidado rey Gudú. Publicándola en 1996 tras una escritura esforzada y accidentada, gracias a la insistencia de su agente, Carmen Balcells, la autora daba carpetazo a un silencio de casi veinte años durante los cuales fue presa de una aguda depresión. Ese año también entró en la Real Academia Española, queriendo el destino que fuera igualmente la tercera mujer en pisar dicha institución para algo más que limpiarla y darle esplendor en sentido literal.
Es casi seguro que, de haber nació varón, Matute hubiera recibido mucho antes el merecido Cervantes, pues a pesar de tratarse de un premio que suelen dar a quienes peinan canas, Vargas Llosa lo recibió antes de cumplir los sesenta y ella en cambio a los venerables ochenta y seis, estando ya condenada a una silla de ruedas y cuando ya era una vergüenza nacional que no lo tuviera. También es muy probable que hubiera pasado mucho antes a ocupar un sillón en la RAE, cosa que Vargas Llosa hizo por ejemplo a los sesenta y Matute ya a los setenta y tres, ocupando la letra “K”: k de kafkiano, siendo como fueron kafkianos algunos episodios de su vida.
Kafkiano fue sobre todo aquel episodio de su vida en el que, tras separarse de un marido desequilibrado y alcohólico, le fue arrebatada la custodia de su único hijo (como la legislación entonces vigente permitía), cosa que la sumió en un inmenso dolor del que acaso no se curó nunca. En un libro autobiográfico, el propio marido cuenta que entre las muchas tropelías que cometió durante su matrimonio estuvo la de llevar el cochecito del niño a un prestamista e incluso vender la máquina de escribir con que Ana María a diario lograba con sus cuentos el sustento de la familia. Ya separada a raíz de ese último episodio, durante casi tres años tan sólo vio a su hijo furtivamente gracias a la complicidad de su suegra.
Años después cayó en una oscura y grave depresión, que le arrebató a ella parte de su existencia y a nosotros, sus fieles lectores y lectoras, parte de su creación literaria, manteniéndola amordazada de los años 70 a los 90. De hecho, también es probable que de no haber sido mujer hubiera tenido menos probabilidades de sufrir esa grave depresión, dado que las estadísticas hablan de una incidencia superior en las mujeres de esta dolencia a causa principalmente del estrés a que se ven sometidas por el hecho de ser mujeres, maternidad incluida. En concreto, existe el doble de posibilidades de caer en una siendo mujer: una proporción 2 a 1 que nos convierte en un colectivo vulnerable, aspecto al que no se presta la debida atención, siendo como son según la OMS 73 millones de mujeres las que padecen al año un episodio depresivo importante.
De las profundidades de ese largo sueño forzoso regresó para alumbrar como decía Olvidado rey Gudú, que no sólo la devolvió a la luz pública, sino que la acercó a lectores más jóvenes que no habían tenido la suerte de estudiar su narrativa en el colegio, como sí nos sucedió a algunos, y le permitió al tiempo recuperar el ritmo de la escritura, siendo Matute una escritora que afirmaba que no hubiera podido vivir sin la literatura, tanto la que leía como la que escribía.
Nacer en los años veinte de un siglo tan agitado como el XX, sufrir una guerra como la nuestra siendo apenas una niña y madurar después en la tenebrosidad de una desagradable posguerra (de cuyas miserias e hipocresías ella siempre renegó), padecer la crueldad de las leyes franquistas para con las mujeres y hundirse durante dos décadas en la oscuridad, la convirtieron en una dama resistente, hoy diríamos que resiliente, siendo la suya una fragilidad tan sólo aparente, como la del un junco.
De esa resiliencia (entendida como capacidad de sobreponerse a las situaciones adversas) dan cuenta los muchos estudios, biografías incluidas, que nos relatan las aventuras y desventuras de las mujeres que fueron la otra cara de la luna de esa cultura hecha en su mayor parte por hombres. De ella doy también cuenta en el ensayo Leer y escribir en femenino, en cuyas páginas recuerdo que Virginia Woolf instaba a sus coetáneas a depositar flores en la tumba de Aphra Behn, “además de espía profesional, poeta, dramaturga y novelista el siglo XVII inglés que abrió camino reivindicando para las de su sexo el derecho a tomar la pluma” (disculpen la autocita).
Ahora toca llevar flores a la tumba de Ana María Matute por su condición de pionera en la profesionalización de la escritura “en femenino” en nuestro país, practicada contra viento y marea, especialmente contra los malos vientos que pugnaron por desmoralizar a quienes no estaban destinadas a ser las poseedores de la voz, pero que llegaron a poseerla tras rebelarse al destino que les auguraba la Sección Femenina.
Mª Ángeles Cabré, escritora y crítica literaria, acaba de publicar Leer y escribir en femenino (Barcelona, Editorial Aresta, 2013). Dirije el Observatorio Cultural de Género.
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