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Tribuna
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La ‘casta’ de los demócratas

Un sistema político sirve mientras es útil. El nuestro precisa hoy de serias reformas

Situémonos en Gran Bretaña en 1945. Había una clase política que ganó la guerra y unificó todas las tendencias políticas, y al pueblo detrás de ellas, para ese empeño titánico que fue plantar cara a Alemania que ocupaba toda Europa continental. La guerra terminó y Churchill convocó elecciones, pues pensaba que tras el triunfo bélico nada se le podía resistir. Pero el pueblo estaba exhausto y harto de unas clases políticas y sociales —eran lo mismo— que dominaban todos los mecanismos y lo habían sumido en la miseria. Attlee, un político laborista, se presentó a las elecciones con un programa reformador que pretendía algo tan sencillo como llevar el bienestar a todas las clases sociales, terminando con la plutocracia. Tras seis años de gobierno, sin cuestionar la estabilidad que ofrecía una Monarquía ejemplar nacionalizó el Banco de Inglaterra, las industrias del carbón, el gas, la electricidad, los ferrocarriles, la aviación civil y la siderurgia; y creó el Servicio Nacional de la Salud llevando el Estado de bienestar a todos los ciudadanos. Estado de bienestar impensable antes del estallido, en 1939, de la conflagración mundial.

Unos la llaman “clase política”, ahora los insubordinados, subidos al carro de la fortuna electoral la denominan “casta política”. Ellos, los de la “clase” o de la “casta”, con todas sus imperfecciones, errores, secuelas de corrupción, etcétera, fueron los que llevaron el bienestar a los británicos y los que, en España, a lo largo de estos 40 años, han cambiado la faz de nuestra patria común. Los que entonces denunciaban la fragilidad de la democracia formal y el dominio de las oligarquías, condujeron al mundo a una catástrofe que todavía, aún pasados más de 70 años, recordamos con espanto. Ahí está, en las cenizas de la historia, lo que consiguieron los fascismos y el comunismo. Y hoy resurgen, como si no hubiésemos tenido bastante, los populismos de distinto signo que cuando triunfan conducen, como en Venezuela, a sus países al desastre.

Un sistema político sirve mientras es útil. Hoy, el nuestro, precisa de serias reformas que habrá que afrontar en el inicio del reinado de Felipe VI y después de establecido el mapa partidista que surja de las siguientes elecciones generales. Los pactos serán necesarios para que las instituciones, incluida la Jefatura del Estado, vuelvan a funcionar con eficacia. No será suficiente el acuerdo de las mayorías, ya que habrá que contar con las minorías, algunas presumiblemente muy numerosas; y otras que aglutinan el nacionalismo mayoritario en Cataluña y el País Vasco. Todos tendrán que ceder mucho si se pretende tener un marco político, económico y social estable para las próximas décadas. Todo ello marcará la estabilidad del futuro reinado u otra forma de Estado si el pueblo así lo decidiese.

A veces los problemas complejos tienen soluciones sencillas, mas hay que dar con ellas. El inicio de este nuevo reinado no creo que tenga problemas sustanciales hasta después de las elecciones generales. Luego será el momento en el que se planteen, con la reforma de la Constitución, uno de cuyos problemas fundamentales será llegar a un consenso con los nacionalistas catalanes y vascos. Parece difícil encuadrar a esas que hoy llamamos, vergonzantemente, “nacionalidades”, como se escribió en la Constitución. Una salida sería reconocer que se tratan de Estados o de Naciones. En el primer caso se encuadrarían en la Nación española; y, de elegir la segunda vía, quedarían enmarcados en el Estado español. Y ello con un concierto económico a través del cual aportasen al Estado o Nación, España al cabo, aquellas cantidades de dinero que recaudasen para sostener los gastos comunes: Ejército, asuntos exteriores, relaciones exclusivas con la Comunidad Europea y esos otros servicios que, por obvio, fuese más rentable tenerlos centralizados que repetidos. Ese es el problema fundamental de nuestra Constitución. No parece plausible que a Galicia, Andalucía o Valencia pueda interesarle este sistema ya que saldrían empobrecidos. Quizás a Canarias o a las Islas Baleares, aunque por su insularidad tienen otras circunstancias. Navarra ya tiene concierto económico y la posibilidad, si sus ciudadanos lo decidiesen, de incorporarse al País Vasco, lo cual no parece probable.

Luego habría que retocar el funcionamiento de otras instituciones, como el Consejo General del Poder Judicial, el Tribunal Constitucional, el Tribunal de Cuentas, el funcionamiento de la Justicia, el papel de los fiscales o el de los partidos políticos, en cuyas reformas no habría tantos problemas pues, de seguir como están, sufragáneos de los partidos, van directas al precipicio del desprestigio. Y entonces se plantearía la clave de la bóveda constitucional. Qué queremos los españoles: ¿una Monarquía o una República? La solución sería, también, sencilla. Como debería someterse a referéndum la reforma constitucional, los ciudadanos que decidiesen acudir a votar tendrían dos opciones claras. La misma Constitución, pero en una el Título Segundo en una opción se denominaría De la Corona y en la otra De la Presidencia de la República.

Los pormenores, como son la duración, que en la Monarquía está clara y en la República debería ser, por lo menos de siete o diez años y elegido el presidente por dos tercios de las Cámaras, tampoco llevaría demasiadas complicaciones. Bueno, presumiendo quizás con ingenuidad, buena voluntad y sacrificio como el que tuvieron los políticos de la Transición. Si hace casi 40 años y después de 40 más de dictadura, el pueblo español y “la casta” política fue capaz de sacar a España de una situación muy compleja, ¿no serán capaces ahora de hacer algo bastante más sencillo quienes hemos depositado nuestra confianza?

Jorge Trias Sagnier es abogado y escritor. Fue diputado del PP

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