Las palabras de Felipe VI
El futuro rey puede ayudar a que políticas de bajo perfil sean alta política de Estado
monárquico para reconocer la enorme aportación que el rey Juan Carlos hizo a la estabilidad política de España. Cuarenta años de gran madurez política, fuera el Gobierno del color que fuera y los errores y aciertos en que hubieran incurrido, sellaron con la Corona una complicidad y un respeto mutuo que redundó en el funcionamiento de las instituciones democráticas como nunca antes se había hecho. Los varios asuntos judiciales en que se vieron envueltos miembros de la Corona —y todavía siguen hasta que la justicia se pronuncie en un sentido u en otro—, más alguna que otra frivolidad irritante dado los tiempos de apremio económico que vive la ciudadanía, no bastan para invalidar cuatro décadas de provechosa estabilidad.
Tampoco creo que se le pueda reprochar al Rey no haber estado a la altura de las circunstancias. Lo estuvo la ominosa noche del 23 de febrero de 1981. Y todavía en su último discurso navideño, abogó por la búsqueda de consenso, social, político y territorial, para que los españoles siguieran unidos (omitiendo con inteligente oportunidad la cansina fórmula de la apelación a la unidad de España) y expresando, con mayor claridad que la que el propio Gobierno del PP se atrevió nunca a definir respecto a nuestra situación económica: “Para mí la crisis acabará cuando los parados tengan trabajo”.
El año pasado, el ahora exlíder del Partido Socialista de Cataluña, Pere Navarro, se atrevió, en momentos bastantes procelosos para la Monarquía, a sugerir una posible abdicación. Salvo raras excepciones, todo el mundo, incluidos correligionarios de partido, le echaron en cara al político catalán lo que se consideró entonces casi una extravagancia. Ahora sabemos que no lo fue en absoluto.
Ahora bien, ¿es el verdadero dilema, una vez planteada la abdicación y en vísperas de una de las jornadas institucionales más comprometidas para el país, dirimir entre Monarquía o República? No voy a enumerar las monarquías que funcionan con arreglo a altas cuotas de bienestar social, económico y democrático, y las repúblicas, sin contar las bananeras (que todavía las hay), que dejan bastante que desear en cuanto a salud democrática. Por lo pronto, en pocas horas, el todavía príncipe de Asturias tendrá la oportunidad de arrimar su hombro para ayudar a regenerar el país. Cada palabra suya o gesto (significativos por su importancia simbólica) puede ayudar (y mucho) a encontrar soluciones allí donde ahora mismo parece que no las hay: me refiero a la galopante crisis económica que nos afecta (en donde los favorables datos macroeconómicos todavía están lejos de traducirse en empleo, eso primero, y luego en empleo de calidad y bien renumerado), a la crisis de credibilidad de las propias instituciones del Estado y, por último, al agotador debate territorial que algún día, cuanto antes mejor, tendrá que ser resuelto.
Cuando Felipe sea coronado como Felipe VI de España, la ciudadanía y las fuerzas políticas que las representa esperarán con expectación sus primeras palabras. De él dependerá mucho que sean el punto de inicio (como mínimo moral y anímico, ya que otros propósitos más tangibles nunca serán vinculantes) de una reforma en profundidad de nuestro país. Paciencia y confianza no le faltarán de parte de un amplio sector ciudadano (sobre todo de la mayoría que está de acuerdo con la abdicación y, convendría no olvidar, que a la vez no rechazarían que se le consultara sobre la forma de Estado) al entonces flamante Monarca, aunque las circunstancias actuales exigen prudencia, pero no por ello menos premura.
A nadie se le escapa que el primer problema con el que tendrá que lidiar el nuevo Monarca, es el envite independentista en Cataluña. Soy de los que cree en la amplia información del Príncipe sobre el Principado. Conoce (y respeta) el funcionamiento de su autogobierno; conoce (y respeta) su identidad cultural y lingüística vivida y sentida por los catalanes (de manera mayoritaria) como innegociable. Y estoy seguro de que no ignora la necesidad ya casi impostergable de su encaje en España. Ya como rey, Felipe, desde el primer minuto podrá (y tendrá) que colaborar a que los Gobiernos de España y el de la Generalitat se sienten a negociar. Podrá (y tendrá) que hacer que Mariano Rajoy invite a Artur Mas a dialogar sobre una solución en materias cultural, lingüística y financiera que Rajoy puede ofrecer (de la misma manera que lo podría hacer si gobernara el PSOE) y que Mas no podría (ni tendría) que rechazar. En este sentido, constitucionalistas de la talla y libre de toda sospecha de separatismo como Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón apoyan una solución de blindaje para las competencias básicas de Cataluña, sólo apelando a una generosa reinterpretación de nuestra Carta Magna. El futuro rey de España, puede mañana comenzar a arrimar el hombro para que la política de pasillos y “baronías” de bajo perfil, se conviertan, en el futuro, en alta política de Estado. De un verdadero Estado federal y el fin del “café para todos”. Todo lo que no sea ayudar a resolver estas candentes cuestiones, será visto como más de lo mismo. Entonces sí, nuestra Monarquía parlamentaria tendrá un serio problema.
J. Ernesto Ayala-Dip es crítico literario.
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