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Tribuna
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Pi y Margall, ‘unionista’

El consentimiento del federalismo actual es para unirse, no para separarse

El debate catalán es tan amplio que ofrece la posibilidad de analizarlo desde diversas perspectivas. A la cuestión económica y cultural se suma, con fuerza, la legitimidad histórica de las propuestas que se plantean. Sin embargo, algunas personas se adentran en la historia para justificar determinadas posiciones políticas y se alejan del mínimo objetivo requerido. Así, en Cataluña se suele citar la fórmula de “Nación de naciones” de Anselmo Carretero para defender el Estado plurinacional, cuando Carretero lo rechazó explícitamente tanto en Las nacionalidades españolas (1952, 1977) como en Los pueblos de España(1980). Para Carretero, España era una nación política de nacionalidades culturales que podían desarrollar el autogobierno en su seno. Sin embargo, siempre defendió el mantenimiento de una única soberanía nacional y el derecho de todas las regiones a la autonomía; de todas, no solo de las que plebiscitaron el estatuto durante la II República. El modelo de Carretero, pues, no era el Estado plurinacional, sino un Estado federal de tipo orgánico basado en una única soberanía y, por supuesto, sin derecho de autodeterminación.

Con el federalismo pactista de Pi y Margall sucede algo parecido. Algunos federalistas plurinacionales identifican la capacidad de los territorios que pactan para formar un Estado, con el derecho posterior a la separación. Es decir, entienden que la soberanía previa para pactar la mantienen después del pacto. Tanto Pi como el federalismo contemporáneo rechazan esa posibilidad: el libre consentimiento es para unirse, no para separarse.

Al final del Libro II de Las nacionalidades (1877), en el capítulo 12, Pi afirma sobre la unidad de las federaciones o confederaciones (usa ambos términos indistintamente) que “en la voluntad descansan los contratos y no se anulan o rescinden por la de uno de los contratantes. Por el mutuo consentimiento se formaron y solo por el mutuo disentimiento se disuelven cuando no se ha cumplido el fin para que se hicieron ni los afecta ninguno de los vicios que los invalidan” (principio de pacta sunt servanda). Asimismo, las confederaciones “podrían disolverse por el mutuo disentimiento de los que las establecieron, no por el de uno o más pueblos”. Pi contempla, pues, la disolución o disgregación de una federación, pero no la secesión de una parte del territorio, proponiendo incluso medidas de fuerza para garantizar la unidad del conjunto: “Están así en su derecho cuando caen espada en mano contra los Estados que por su sola voluntad intentan separarse. Como que el primero y más importante de sus deberes es sostenerse a sí mismas, esto es, mantener unidos los grupos confederados”.

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La doctrina canadiense es más flexible que la teoría pimargalliana

Para los casos de disolución, disgregación (no secesión) o incorporación de un territorio a la federación, Pi contemplaba la reforma constitucional y un acuerdo de la Asamblea Federal. Asimismo, el derecho de un territorio a no integrarse en el nuevo Estado federal, pero no la separación posterior. En una escena del Diálogo Tercero de Las luchas de nuestros días (1890), Don Rodrigo le pregunta a Don Leoncio: “¿Qué hará V. cuando una región desobedezca las leyes del Estado?”, a lo que este responde: “Obligarla por la fuerza a que las cumpla. ¿Es acaso la federación un nombre vano?”. El artículo 155 de la Constitución, considerado como un exceso unitarista, ya tenía un precursor en Pi.

La doctrina de la Corte Suprema canadiense con respecto al Quebec es algo más flexible que la teoría pimargalliana: no hay derecho a la separación ni de autodeterminación en un Estado federal, pero puede haber un pacto con éste en caso de manifestación clara y mayoritaria de una voluntad secesionista, que puede expresarse a través de un referéndum. Tanto Canadá como Reino Unido, a diferencia de España, sostienen que el referéndum de por sí no es el reconocimiento previo de ninguna soberanía, sino un medio para saber si habrá que reconocerla posteriormente. El Gobierno español, en cambio, mantiene otra postura al respecto, negándose tanto a la cesión competencial del 150.2 de la Constitución como al referéndum consultivo del 92.1 aplicado solo a Cataluña, lo que en todo caso exigiría una lectura flexible del texto ya que habla de referéndum “de todos los ciudadanos”, se entiende españoles.

En todo caso, el federalismo existente en América, Europa y Oceanía no admite la separación ni la autodeterminación. Ninguna constitución federal reconoce tal posibilidad. Ya en su momento Pi lo justificó diciendo que el fin de la federación es la unión, no la separación, por lo que sería contradictorio su reconocimiento constitucional. Así, en el citado Diálogo de Las luchas de nuestros días: “¿Quiénes han de querer la separación? Los federales no, puesto que federar es unir, y pidiendo o favoreciendo la separación, contradirían su nombre y su principio”. En la conferencia sobre federalismo organizada en 1999 por Stephan Dion en Mont Tremblant, Bill Clinton recordó que el intento de separación unilateral de los Estados del sur costó una guerra civil en Estados Unidos y que el federalismo defendió la unión.

La soberanía de las partes se pierde en favor del Estado único constituido

Así pues, no es cierto que la soberanía previa de los territorios que se federan se mantenga después del pacto constituyente. Esa soberanía, como fuente originaria de poder, se pierde en beneficio de una soberanía popular única en la que se basa el nuevo Estado federal. Los territorios, particularmente y a través de una Cámara federal, pueden mantener el ejercicio de una soberanía funcional para su autogobierno, como es lógico en todo Estado compuesto. Pero la soberanía que tenían antes del pacto para unirse la pierden cuando constituyen el nuevo Estado federal y ya no pueden separarse de él. Como dice Pi: “Todos los pueblos, al confederarse, hacen un verdadero sacrificio de sus poderes”.

Otra cosa es, desde una interpretación más flexible del concepto de federalismo, proponer que la soberanía territorial anterior se mantenga posteriormente y se contemple los derechos de autodeterminación y de separación. Habría que dilucidar entonces qué tipo de Estado o forma política podría asumir eso y cuál sería el alcance del pacto. Esta posibilidad parecería más razonable en un esquema confederal o de simple alianza, pero no en la constitución de un Estado federal. A falta de datos empíricos más precisos, solo podemos decir que los federalistas que contemplan el derecho de separación defienden algo políticamente legítimo, pero constitucionalmente nuevo e históricamente ajeno al federalismo conocido hasta ahora.

Daniel Guerra Sesma es politólogo y profesor de Derecho Internacional Público en la Universidad de Sevilla. Autor de Socialismo español y federalismo, 1873-1976 (KRK Ediciones-FJB, Oviedo, 2013).

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