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El acento
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La política de la frivolidad

Las declaraciones de César Antonio Molina sobre Zapatero tienen un cierto olor a venganza

MARCOS BALFAGÓN

Cuando José Luis Rodríguez Zapatero, entonces presidente del Gobierno, le comunicó a María Antonia Trujillo que dejaba de ser ministra de Vivienda, esta le devolvió una sonrisa y una frase extremadamente amable: “Tú me nombraste, tú me cesas. No pasa nada”. El mal trago de un cese no suele digerirse, sin embargo, con tanta deportividad. Y las reacciones se manifiestan, a veces, con retardo, como una bomba de relojería.

Eso es lo que parece en el caso de César Antonio Molina, un escritor de renombre que dirigía el Instituto Cervantes y que un día fue llamado por Zapatero para ser ministro de Cultura, cargo que ocupó durante dos años. Ahora, cinco años después, ha escrito un ensayo sobre las relaciones de los intelectuales con el poder y se ha despachado a gusto con el hombre que le elevó a la categoría ministerial, pero que también le echó del Gobierno. Cuenta Molina que Zapatero le destituyó acusándole de ser demasiado austero y que le confesó que necesitaba a una chica joven en el Gobierno y más glamour.

Dice el refranero español que con amigos así uno no necesita enemigos. Para la imagen del expresidente es letal que alguien de su entorno dé la razón a Rajoy, que tildó de frívolo a Zapatero desde el día en que este le venció en las urnas; una acusación que caló, sin duda. De paso, el golpe salpica a las mujeres, en genérico, esas intrusas que osan ocupar el lugar de hombres prominentes, y a las ministras de Zapatero. Y también sale perjudicado de este desahogo el propio exministro, porque su revelación, incluso dando por bueno que sea estrictamente fiel a la verdad, tiene el sabor de la venganza.

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Otros muchos han precedido a Molina en sus ajustes de cuentas con el poder y casi todos tienen similitudes: no acaban de contar lo que realmente importa. Callan detalles que harían las delicias de politólogos e historiadores y suelen defender a ultranza su propia labor e imagen.

En casi todos los casos, lo que resulta difícil evitar es la tristeza del frívolo espectáculo que son capaces de ofrecer los que tan altas responsabilidades ostentaron.

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