Racismo, fútbol y bananas
El racismo constituye una de las más poderosas prácticas de discriminación y humillación que persiste en nuestras sociedades. A pesar de los esfuerzos por reducir sus efectos, el racismo parece sobrevivir a todo tipo de campañas, a las acciones pedagógicas, las condenas públicas y a un cada vez más diversificado arsenal jurídico creado para combatirlo. Así, el racismo penetra capilarmente en casi todas las relaciones sociales, creando máscaras, ocultándose en la aparente banalidad de bromas cotidianas, en sarcasmos nada inocentes acerca del otro, del portador de ciertos rasgos que lo tornan inferior, que lo menoscaban y desprecian ante la mirada indiferente de quien se cree superior porque supone que su piel revela una jerarquía genética que expresa el más alto eslabón de la evolución humana. El racismo es una práctica social de maltrato y exclusión que se traduce siempre en diversos tipos de violencia, en la necesidad brutal de exterminar, silenciar, apagar, invisibilizar o negar la identidad y la existencia misma de quienes son portadores de un estigma, una marca, un color que los vuelve sujetos de la ofensa, el abandono y la injuria. El racismo es poderoso porque se imbrica, se agarra, coloniza nuestras instituciones, porque se solapa en consideraciones que suelen disminuir sus efectos cotidianos y colocan siempre afuera y lejos de cada uno de nosotros sus efectos más perversos.
El deporte, como no podría ser de otra manera, está también atravesado por el racismo. Su presencia no se reduce a la existencia de personas despreciables como Donald Sterling, dueño de Los Angles Clippers, cuya figura ganó fama mundial por las ofensas proferidas contra los jugadores negros de la NBA y el maltrato a su joven pareja. El caso de Sterling no deja de ser paradigmático, es verdad. Ocupa el número 981 en la lista mundial de millonarios, con una fortuna de más de 1.900 millones de dólares y es portador de un doctorado en jurisprudencia en la Southwestern Law School. Sin embargo, las justas reacciones provocadas por sus ideas, no pueden reducir el racismo a ciertos casos personales o ejemplares, especialmente, en un deporte jugado por negros y dominado totalmente por hombres de negocios blancos, de enormes fortunas e ilustrada formación. El problema parece ser mucho más grave y nuestra atención debe orientarse hacia los miles de Sterlings que comparten su pasión por el baloncesto, aunque no posean ni la riqueza material ni los diplomas que adornan el despacho del ahora repudiado empresario californiano.
El fútbol es quizás, entre los deportes, el ámbito en el que de forma más elocuente se ha hecho presente el racismo.
Eduardo Galeano, en una de sus crónicas de El fútbol a sol y a sombra, nos recuerda que Uruguay fue la primera selección nacional del mundo a incluir negros entre sus jugadores. Cuenta cómo, en el primer campeonato sudamericano, Chile pidió la anulación del partido que había perdido ante aquella selección porque dos de sus jugadores eran “africanos”: Isabelino Gradín y Juan Delgado, bisnietos de esclavos y autores de dos de los cuatro goles que propinó la selección uruguaya a la chilena. La historia del fútbol es también la historia del racismo en el deporte, marcada por la humillación y el ataque sufrido por los jugadores negros tanto dentro como fuera de los estadios.
En este sentido, es más que auspicioso el esfuerzo que el gobierno brasileño y diversas organizaciones sociales están realizando para que el próximo Mundial sea la copa de la lucha contra el racismo, un compromiso al que se han sumado figuras del campo artístico, cultural, político y periodístico en todos los rincones del planeta. Hacer del que constituye el mayor espectáculo deportivo del mundo una vidriera ejemplar en la lucha contra la discriminación racial es urgente y necesario. La gran cuestión reside en saber cómo hacerlo.
Quien ha detonado esta gran movilización ha sido Neymar, reaccionando a la agresión sufrida por Daniel Alves en un partido de la Liga Española, cuando el joven David Campayo Leo le tiró una banana que el jugador del Barcelona comió con aparente indiferencia. La foto de Neymar junto a su hijo portando dos bananas, postada en Twitter pocos momentos después del evento, y el hashtag #somostodosmacacos recorrieron el mundo, sumando miles de adhesiones.
La acción de Neymar, preparada antes de la agresión sufrida por Daniel Alves, fue producida por Loducca, la agencia de publicidad que cuida de su imagen. El hecho ha llevado a muchos analistas a criticar la falta de espontaneidad del astro brasileño, cuestionando su legitimidad y pertinencia. Entre tanto, no parece ser éste el problema más grave de lo que se ha transformado en una gigantesca ola de apoyos y en un interminable inventario de gente famosa y otra no tanto, fotografiándose banana en mano. Cuestionar a un jugador por su falta de inventiva publicitaria es, sin lugar a dudas, una trivialidad. Que Neymar esté preocupado y haga público su rechazo al racismo es un hecho que debemos festejar y, en nuestra condición de espectadores comprometidos, exigir lo mismo a otros grandes deportistas que parecen estar poco interesados en el asunto.
Pelé, por ejemplo, sostuvo que el hecho era menor, “una banalidad”, y que se estaba creando “una tormenta en un vaso de agua”. Conocido por su desprecio a las causas justas, el Rey, sostuvo que el racismo estaba disminuyendo en el mundo, aunque no citara las fuentes o datos que le permitían afirmar semejante hecho. Indicó, como evidencia, que en su época se tiraban muchas más frutas, no sólo bananas, a los jugadores negros. (Actitudes como ésta le han valido a Pelé el ser considero persona no grata por diversas organizaciones del movimiento negro y de lucha contra el racismo en Brasil).
Como quiera que sea, y más allá de las raíces publicitarias del hecho, la cuestión reside en saber si el uso de plátanos y la universalización autorreferencial del término “mono” o “macaco” es un buen camino para expresar nuestro rechazo al racismo en la próxima Copa.
Douglas Belchior, activista del movimiento negro brasileño, realiza en su blog de la revista Carta Capital una excelente exposición de motivos acerca del por qué tanto la referencia a las bananas como al término “macaco”, lejos de ayudar interfieren en la construcción del necesario discurso antirracista que debe atravesar el próximo Mundial. “La comparación entre negros y monos es racista en su esencia. Entre tanto, muchos no comprenden la gravedad de la utilización de la figura del mono como una ofensa, un insulto a los negros” – sostiene.
El uso del objeto que resume la agresión racista (un plátano) y una forzada identidad simia por parte de cada uno de nosotros, poco contribuye a poner de relevancia la naturaleza del insulto sufrido por centenas de astros futbolísticos y millones de personas que, sin serlo, suelen ser humillados por su condición de negros. No porque la campaña haya sido creada por una agencia de publicidad es artificial. Lo es porque simplemente no “todos” somos “macacos”. Porque nadie debe serlo. La referencia al “mono” y el uso de la banana como su forma de representación no remiten en nada al origen de la especie humana ni, mucho menos, al inicio geográfico del desarrollo evolutivo del homo sapiens. Probablemente, todos somos africanos en nuestro origen ancestral. Sin embargo, nadie al que se lo llame “mono” y se le tire una banana en la cabeza pensará esto y se sentirá halagado por nuestra espontánea filiación animal o por el uso de una banana como emblema de lucha. “Macaco” es la expresión de la exclusión, del insulto y la violencia. Volvernos todos, por fuerza de nuestra bienintencionada reacción al racismo, sujetos de la discriminación es una artificial impostura. Se trata de afirmar que nadie es un mono, que despreciamos el uso de la palabra “macaco” para referirnos a cualquier ser humano. Se trata de afirmar que las bananas se comen y que tirárselas a cualquier persona constituye un insulto que la ley debe castigar con el rigor que la defensa de la dignidad impone.
Entusiasmado con la idea, un intelectual brasileño propuso recibir cordialmente a todos los extranjeros que vengan al Mundial, “ofreciéndoles bananas, asumiendo que todos somos macacos”. ¿Será éste quizás el mejor modo de evitar que se tiren plátanos en los estadios?
La lucha contra el racismo supone deconstruir, desestructurar, dinamitar, quebrar los estereotipos insultantes que se usan para discriminar a la población negra. Estereotipos que alcanzan a las personas negras famosas, ricas y bien asesoradas, pero fundamentalmente, a millones de brasileños y brasileñas que viven en el segundo país con mayor número de negros del mundo. Los brasileños negros y negras o "casi negros de tan pobres", como canta Caetano Veloso en su bello y doloroso “Haití”.
No somos “macacos”. Y no queremos serlo. No queremos que nadie lo sea. Luchamos contra los que discriminan, luchamos contra los que excluyen, los que violentan la dignidad humana y avasallan los derechos de los más pobres, de los que menos tienen, inclusive aquellos que menos “tienen” aunque, como algunos jugadores de fútbol, tengan mucho dinero.
La campaña #somostodosmacacos corre el riesgo de ser inocua y, además, un buen negocio que correrá el riesgo de ser pronto despolitizada, fagocitada por un mercado tan poco interesado en el antirracismo como en otras luchas sociales. Un conocido presentador de la TV brasileña ya ha comenzado a producir miles de camisas con la inscripción #somostodosmacacos. Pronto estarán en venta por cerca de 30 dólares. No parece una buena idea en la lucha contra el racismo, aunque seguramente constituirá un muy buen negocio.
Douglas Belchior aporta un texto esencial de James Bradley, publicado en The Conversation, “El insulto de mono: pequeña historia de una idea racista”, donde el profesor de historia y ciencias de la vida de la Universidad de Melbourne muestra las raíces supuestamente científicas sobre las que se ha asentado esta particular forma de humillación de las sociedades africanas. Sostiene Bradley: “invocar la imagen del mono es utilizar el poder que llevó a la desapropiación indígena y a otros legados del colonialismo”.
Como afirma el propio Belchior, “yo, como negro, no admito. Los plátanos no son armas y tampoco sirven como símbolo de lucha contra el racismo. Al contrario, lo reafirman en la medida en que relacionan los negros a los monos y principalmente en la medida en que simplifican, descalifican y peor, humorizan, el debate sobre el racismo en Brasil y en el mundo”.
Brasil será sede del próximo Mundial de Fútbol. Brasil, uno de los países donde el racismo cobra miles de vida cada año. Brasil, un país donde cada 30 minutos un joven negro muere asesinado. Brasil, un país de grandes conquistas sociales, pero donde buena parte de la población negra continúa sufriendo la discriminación y el desprecio en el mercado de trabajo, en el sistema educativo, en la política, en el sistema de salud y en el acceso a los bienes culturales. El deporte, y el fútbol en particular, pueden ser el moderno el opio de los pueblos. Pero también pueden no serlo. Para esto depende que sepamos usar nuestra imaginación y nuestra capacidad de movilización para indignarnos ante cualquier acto de racismo. Y para hacer de nuestra indignación, un arma de lucha por el derecho a la dignidad de todos los seres humanos.
Desde Río de Janeiro
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