Lo inimaginable
A veces me pregunto cómo lo lleva Bárcenas; si se ve a sí mismo en los días de vino y rosas
Dicen que los días, en las cárceles, cambian de nombre sin dirigirse a ningún sitio. Que no te puedes alejar del retrete más de tres metros. Que a veces tienes que compartir tu saloncito-váter con otro semejante. He visto en las películas que cuando en una celda hay dos presos, uno tiene que estar en la litera. A veces me pregunto cómo lo lleva Bárcenas. Me pregunto si se ve a sí mismo en los días de vino y rosas, si se recuerda aún como el hombre poderoso que fue, el petimetre que se hacía la ropa a medida, en las mejores tiendas, con los mejores tejidos, si se evoca en los restaurantes más sofisticados del mundo —Madrid, París, Nueva York—, si sueña con el gesto de desplegar sobre sus muslos las servilletas de hilo, si escucha todavía el plop del corcho al salir de las botellas de vino que costaban tres veces el salario mínimo. Me lo imagino corrompiendo y dejándose corromper (supuestamente) con las maneras aprendidas en un curso de correspondencia para ricos. Con el toque vulgar del recién llegado, aunque con la osadía del que ya no está dispuesto a marcharse. ¿Se preguntará cuándo perdió la conciencia del delito (supuesto), cuándo alcanzó la convicción de que la clase social a la que había accedido le protegía de todo?
Perteneció a esa clase. Vestía como ellos, desguazaba el marisco como ellos, esquiaba sobre la misma nieve que ellos. Me pregunto si le vendrán a la cabeza, como flases de una película loca, imágenes de sí mismo frente a la caja de seguridad de un banco suizo, contando a mano los dólares mientras a su señora, sepultada en visón, le da palique un ejecutivo con traje de raya diplomática. Puedo imaginarme su incredulidad, su desesperación al comprobar que lo que sabe vale cada día menos. Lo inimaginable es lo que el juez Ruz nos va contando del partido al que perteneció. Y que nos gobierna.
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