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África No es un paísÁfrica No es un país
Coordinado por Lola Huete Machado

Fadiouth: conchas y concordia

Ángeles Jurado

Pierre Ndimo Diouf (Fadiouth, 1954) nos guía por las callejuelas de Fadiouth bajo un sol implacable que destiñe el cielo senegalés. Nos cruzamos con un burro solitario que rebuzna sus penas y una piara feliz dormitando a la sombra. Intercambiamos salutaciones afectuosas y casi eternas con familiares y amigos suyos. Fantaseamos con gazelles heladas y con zambullirnos en el manglar, en el estuario del río Saloum, entre garzas despelusadas, campos de ostras y pelícanos enormes. El suelo, mezcla de arena y conchas, cruje bajo nuestros pasos: tiene aires de fondo del mar. La maresía que se remansa en Fadiouth tiene sabor a historia contada por la voz fabulante y grave de Fatou Diome.

Estamos en la isla de las conchas, en la Petite Côte, la Costa Pequeña senegalesa, a 114 kilómetros al sureste de Dakar. Fadiouth es un pedacito del paraíso unido al pueblo de Joal y a tierra senegalesa por un puente de madera. Territorio fundamentalmente serer y cristiano, florece gracias al turismo, la pesca y la agricultura. También a la tolerancia y la tranquilidad.

Las callejuelas son estrechas y dividen al pueblo en seis barrios ocupados por familias que se mezclan. "Aquí viven los Sarr, más allá los Diouf o un poco más adelante los Ndiaye", explica Pierre, con un gesto elegante de sus largos brazos. La gestión del territorio, que se gana al mar a fuerza de troncos de palmera y conchas, se hace también por familias y se convierte en derecho hereditario. Igual que la construcción de casas o la distribución del espacio en el cementerio.

Las conchas sobre las que se levanta la isla artificial de Fadiouth llegan de los islotes de los alrededores, de los manglares que explotan de vida. Entre las raíces de los mangles, las ostras se dejan mimar por la corriente, cargada de peces y pequeños cefalópodos. Se arraciman también en pequeñas construcciones de madera situadas en los brazos de mar. Desde allí llegarán a las mesas de los hoteles de Dakar y a mercados como el de Joal.

Hay ostras que se secan sobre frazadas extendidas en el suelo al sol, pequeños puestos de artesanía en hojalata y madera y un cementerio mixto, cristiano y musulmán, en una isla adjunta (pregunte por Etienne en el bar La Case si lo quiere visitar). Huele a estiércol y a fogata con la que se ahuma el pescado. En la sombra, los mayores del lugar, muchos retornados de Europa después de años trabajando y ahorrando fuera, remiendan redes, juegan a la baraja, conversan, pican ostras secas, sabrosas, como pipas. Dentro de nada llegarán los niños de la isla, escolarizados en Joal, como una ola impetuosa de uniformes y risas que arrasa el puente. Cuando la marea baje, las mujeres aprovecharán para recolectar berberechos, los niños jugarán al fútbol en la arena húmeda, los jóvenes sacarán el cayuco al mar para echar la red en la orilla.

Los isleños tienen sus campos a unos 7 kilómetros, a lo lejos, en otra isla perdida en el dédalo de meandros e islotes y que Pierre señala con su brazo casi infinito. Allí se cultivan el mijo y los cacahuetes. Las mujeres plantan y recolectan arroz.

Para llegar a Fadiouth hay que cruzar Joal, tierra de acogida de, entre otros, Léopold Sédar-Senghor y el mítico luchador Yékini, heredero a su vez de grandes luchadores de Fadiouth como Manga I, Robert Diouf y Manga II. Joal es una localidad pesquera, con una costa sucia y una enorme lonja donde hacen corros las mujeres que venden pescado. También impregnada con el olor de las fogatas que sirven para que los burkineses sequen el pescado.

Allí, junto al puente que une el pueblo con la isla, puede pedir un guía que le acompañe en su expedición por Fadiouth. Allí también puede informarse sobre restaurantes donde comer algo (Murex o Cheikh Casimir) o alojamiento (Chez Pascal) en la isla. Es seguro que tras haber pisado sus calles polvorientas, unas horas le sabrán a poco. También hay hoteles en Joal, como Le Figno y La Plage: si no puede conseguir un hueco en la isla de las conchas, puede instalarse allí y, tras una prudente siesta a resguardo del sol, cruzar el puente y sentarse en La Case a escuchar reggae mientras bebe una cerveza fría.

Quizás también pueda apreciar la mercancía del artesano Simon André Diouf. Con una suerte extraordinaria y una alineación planetaria de apoyo, puede que se sienta tentado a regalarle una de sus hermosas muñecas de la fertilidad, talladas con delicadeza en madera.

Imágenes de Dagauh G. Gautier Komenan y Ángeles Jurado

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Sobre la firma

Ángeles Jurado
Escritora y periodista, parte del equipo de comunicación de Casa África. Coordinadora de 'Doce relatos urbanos', traduce autores africanos (cuentos de Nii Ayikwei Parkes y Edwige Dro y la novela Camarada Papá, de Armand Gauz, con Pedro Suárez) y prologa novelas de autoras africanas (Amanecía, de Fatou Keita, y Nubes de lluvia, de Bessie Head).

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