Sobre la guerra
Hace setenta años la crisis desatada por la brutal anexión de Crimea por Rusia nos habría llevado a una guerra general
Hasta hace setenta años, que no es mucho tiempo, la crisis desatada por la brutal, aunque incruenta, anexión de Crimea por la Rusia de Vladímir Putin nos habría llevado a una guerra general. Y es paradójico que el factor más señalado para que no haya sido así es la existencia de las armas nucleares. Las guerras generales, las que pueden involucrar a las grandes potencias enfrentadas entre sí, ya no pueden tener lugar, porque su desencadenamiento significaría el exterminio de la mayor parte de la población de los países beligerantes. No es pensable una guerra abierta entre Estados Unidos y Rusia.
La guerra entre Estados solo puede producirse cuando se dé la circunstancia de que sus efectos, por muy devastadores que nos parezcan, sean limitados. Y en términos geoestratégicos, el que Siria padezca una confrontación salvaje o que Sudán siga envuelto en una matanza de raíces religiosas no significa demasiado para el mundo.
Las guerras generales ya no pueden tener lugar porque se exterminaría a gran parte de la población
Porque aún no se ha descubierto el antídoto para cierto tipo de guerras. Para las civiles, desde luego. Y esa es la clase de guerra que azota a los países árabes. La confrontación entre chiíes y suníes es transfronteriza y casi universal. Solo la existencia de regímenes autoritarios de corte militar pudo mantenerla larvada durante años, como en Irak y Siria. Un modelo muy similar al que funcionó durante décadas en la Yugoslavia de Tito. Pero son modelos que revientan cuando desaparece la eficacia coactiva de un cierto tipo de liderazgo político.
Emparentada con la guerra civil que está destrozando los países árabes está la guerra universal del yihadismo contra Occidente. Una guerra que también parece larvada, pero estalla de forma episódica cada cierto tiempo. Es la guerra santa islámica contra los países democráticos. El 11-S, el 11-M fueron batallas de esa guerra, decidida no por Estados, sino por unas organizaciones fanáticas, de carácter religioso, bien financiadas por el tráfico de drogas o por productores de petróleo. Si recorremos el mapa del mundo podemos observar cómo los escenarios más crueles de confrontaciones armadas tienen su maldita base en una religión anacrónica que desprecia la vida de las personas y la libertad.
La imposible guerra entre las grandes potencias y la guerra real (en la que estamos inmersos todos) de la yihad han roto los esquemas que el prusiano Karl von Clausewitz teorizó como la continuación de la política por otros medios. El pensamiento de Clausewitz (no solo el expresado en su desgastado aforismo) se rompió en la práctica por la existencia de las bombas atómicas. Pero también, y eso es lo más importante, por la evolución de las sociedades occidentales. La implantación de sistemas democráticos, la rebaja de las pasiones nacionalistas, hizo que el concepto napoleónico de la guerra total, afirmada en la voluntad nacional, cayera en desuso. Hoy en Europa no solo se teme a las bombas nucleares. La guerra ha pasado a ser considerada en la práctica no la continuación, sino el fracaso de la política. La guerra total es casi imposible.
Pero estamos inmersos en una guerra indefinida con el yihadismo.
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