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Columna
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Innegociable

Hay una serie de acontecimientos, como el asunto catalán, que anuncian que la Constitución acabará por ser reformada. Pero, antes, convenía aplicarla en su completud

Jorge M. Reverte

Este país, que resulta ser de una mansedumbre sorprendente dada la brutal coyuntura en la que intentan sobrevivir sus habitantes, asiste a una descabellada proliferación de asuntos que se denominan innegociables.

El secretario general de la Conferencia Episcopal, José María Gil Tamayo, ha declarado que los contenidos de la futura ley del aborto no son negociables. La forma en que ha expresado la posición de la Iglesia (nada nueva, pese a las esperanzas que nos daba el papa Francisco), indica que antes de que el ministro Gallardón redactara su primera propuesta, hubo una negociación entre Gobierno y obispos, que condujo a esta fórmula reaccionaria para apropiarse de los úteros de las españolas.

La mejor época de modernización de España, que encabezó Felipe González, arropado por una mayoría absoluta de españoles, dejó cosas sin cerrar. Entre ellas las relaciones con el Vaticano, que permitieron que los obispos (súbditos espirituales de una potencia extranjera) mantuvieran y mantengan aún una posición de poder desmesurada. No se rompió en aquellos valerosos tiempos el Concordato, ese acuerdo medieval que Franco restauró a cambio de poder nombrar a su gusto a una parte de los gerifaltes de la Iglesia, además de que le dieran el privilegio de entrar bajo palio en las catedrales y conservar para usos privados el brazo de la santa. Aquellos papeles se firmaron en 1953 y tuvieron su epílogo en 1979.

Una situación que envalentona a los hombres del Vaticano hasta el punto de que se atreven a decir qué puede ser lícito discutir en el Parlamento y qué no.

Hay una serie de acontecimientos, como el asunto catalán, que anuncian que la Constitución acabará por ser reformada. Pero, antes, convenía aplicarla en su completitud.

¿Se acuerdan ustedes de que España no es un Estado confesional? Eso sí que es innegociable.

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