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Tribuna
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El poder y los jueces

La reforma judicial debe ir de la mano de la regeneración de la vida política

A propósito de unas medidas cautelares adoptadas por los tribunales en el llamado proceso de privatización sanitaria en Madrid, vuelve el debate sobre el papel de los jueces en una democracia. Aunque no corren buenos tiempos en nuestro país, sin embargo, la justicia está en el foco de la actualidad, tanto la justicia entendida en su sentido más político como institucional, esto es, el entramado de instituciones y personas que la administran. Tal vez por ello, a su llegada al cargo, el ministro, Alberto Ruiz-Gallardón, adelantó una propuesta de profunda reforma que ha quedado solamente esbozada, al no contar con el apoyo de la oposición: una cuestión, la de la reforma de la justicia, que sin duda debe ser tratada como cuestión de Estado, y, por tanto, consensuada entre los grandes partidos.

No resulta extraño, en general, escuchar a un político acusar a un tribunal de politización cuando las resoluciones del mismo no están en consonancia con su posición personal, aunque en este caso la reacción haya venido acompañada de la decisión del presidente de Madrid —la única con auténtico sentido político— de dejar sin efecto la externalización de los hospitales públicos. Pero, inquietan tanto el momento —a raíz precisamente de los recursos judiciales que más directamente cuestionaban la decisión de la Comunidad de Madrid—, como la oportunidad —por lo que conlleva de efecto previsor ante las elecciones autonómicas del próximo año—. Puede ser una buena excusa para hacer un par de puntualizaciones respecto de la cuestión de nuestra justicia y nuestros jueces, con las que espero poder contribuir a centrar un debate, por lo demás, justificado y urgente.

La legitimidad democrática
de los jueces proviene de
la ley elaborada por los

Por lo general, los procedimientos de selección de los jueces en todos los países hacen de los mismos agentes públicos con un indudable poder que como tal está llamado a veces a colisionar con los demás poderes del Estado democrático. Y esto ocurre en todos los casos y en todo tipo de tribunales en su relación con el poder político. También es así en donde no existe un Tribunal Constitucional como tal, y la jurisdicción constitucional se encomienda a los jueces ordinarios. Por ejemplo, podría discutirse sobre si el Tribunal Constitucional Federal de Alemania está más o menos politizado que el Tribunal Supremo norteamericano, siendo uno y otro antagónicos modelos de justicia, pero de lo que no cabe duda es de que ambos lo están, cada uno en una medida y, sobre todo, cada uno de una manera. En ambos, por ejemplo, el procedimiento de selección de magistrados depende de actores políticos. Y, en nuestro caso, no parece que el Tribunal Supremo sea menos sospechoso de politización que el Tribunal Constitucional.

En el sistema político-jurídico español —a imagen de lo que ocurre en la mayor parte del continente europeo— la importancia de la jurisdicción está directamente vinculada con la función que se ejerce. Los jueces no proceden de unas elecciones, pero su legitimidad democrática proviene directamente de la ley elaborada por los representantes de la soberanía, y que los jueces tienen que interpretar. De ahí que donde realmente se manifiesta la separación de poderes sea entre el poder político y el poder jurisdiccional, es decir, entre el poder de dictar leyes y actos concretos, y el poder de aplicarlos y enjuiciarlos independientemente. Es aquí donde en la actualidad se plasma ese principio tradicional de los revolucionarios franceses y americanos de dividir el poder, de encontrar, como decía Montesquieu, “una disposición de las cosas” en la que el poder detenga al poder.

El poder se articula funcionalmente por el partido del que se nutre el Ejecutivo y la mayoría parlamentaria, y que no se encuentra dividido, sino que está separado de otro poder, también político pero no partidista, el Poder Judicial. A ningún otro poder del Estado se le autoriza el ejercicio de la potestad jurisdiccional, subsistiendo así en favor de los jueces un legítimo control de los actos y normas de los distintos centros políticos. En esta función de control, la actividad judicial no es arbitraria. Los jueces actúan sujetos a la ley —“sometidos únicamente al imperio de la ley”—, quedando sus decisiones bajo la supervisión del sistema de recursos ante las distintas instancias. Pero es que, además, los jueces están sujetos a la responsabilidad civil, penal y disciplinaria por las acciones u omisiones en el ejercicio del cargo.

Más allá de episodios desafortunados en la justicia, lo cierto es que los partidos políticos son directamente corresponsables de la situación en la que se encuentra el Consejo General del Poder Judicial. Si no es posible renunciar a mejorar nuestras instituciones, lo cierto es que el CGPJ jamás quedará aislado del resto de los actores políticos, y su correcto funcionamiento va a depender siempre de la diligencia y el acierto de estos a la hora de su configuración. Y es que, en fin, cualquier propuesta respecto de la reforma de veras de la justicia en España debería tener en cuenta que su alcance nunca será satisfactorio si no va de la mano de una regeneración de la vida política del país.

Alfonso Villagómez Cebrián es magistrado.

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