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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El gran malestar

La mayoría de la población cree que las leyes están concebidas para beneficiar a los ricos

Joaquín Estefanía

En las reacciones ciudadanas ante el conflicto urbanístico de Gamonal y ante la privatización de la sanidad madrileña —ambos, dos tremendos fracasos para sus responsables, el alcalde de Burgos y el Gobierno de la Comunidad de Madrid, respectivamente— ha habido sendas percepciones que se han repetido con gran frecuencia. La primera, las de los que decían “no nos escuchan”, que refleja la enorme distancia que en muchas ocasiones se está dando entre la gente y sus representantes. La segunda, la de quienes declaran que muchas de las decisiones políticas y de las normas que se adoptan están fabricadas para favorecer a “los otros”, a los que se identifican con los ricos (en Burgos, aparcamientos para pudientes; en la sanidad, la salud como negocio privado).

"No nos escuchan" y "gobiernan para los ricos", las percepciones que más se repiten

Esta segunda percepción conecta con la parte más política del reciente informe sobre la desigualdad en el mundo hecho público por la organización no gubernamental Oxfam y titulado intencionadamente Gobernar para las élites. En él se explica que los sondeos de Oxfam confirman esta tendencia: que la mayoría de la población cree que las leyes y normativas actuales están concebidas para beneficiar a los ricos. Una encuesta realizada en seis países (España, Brasil, India, Sudáfrica, Reino Unido y EE UU) lo pone de manifiesto. En nuestro país, ocho de cada 10 personas están de acuerdo con la afirmación, lo que da lugar a una apropiación de los procesos políticos y económicos por parte de las élites económicas.

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Este es el germen de lo que el profesor italiano Carlo Galli denomina “el malestar de la democracia” (libro del mismo título en Fondo de Cultura Económica). Ese malestar tiene dos elementos: el subjetivo, el del ciudadano, que se concreta en desafección, indiferencia cotidiana, aceptación pasiva, y el objetivo, que se concreta en la inadecuación de las instituciones para cumplir sus promesas, para estar a la altura de sus objetivos, para otorgar a todos igual libertad, iguales derechos e igual dignidad.

Según Galli, no hay un rechazo “contra” la democracia, puesto que mientras que la democracia real está en crisis, la democracia como ideal es exigida en casi todas partes. Sus presupuestos lógicos y los valores que representa no son impugnados, sino que se cuestionan sus reglas y sus instituciones, y sus prestaciones son decepcionantes para un número cada vez mayor de personas.

El “no nos escuchan” y el “gobiernan para los ricos” no ha llevado aún a la incertidumbre de tener que elegir entre dos opciones políticas diferentes, sino a la insatisfacción que produce la democracia al estar unida a la sospecha de que no existen alternativas mejores a la misma. Pero cuando la crisis económica pase a segundo plano, todas estas debilidades del sistema emergerán en primera instancia. El malestar de la democracia va acompañado por la idea de que estamos siendo engañados, una idea típica del siglo XX que se ha extendido al XXI.

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