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Columna
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Del amor

Resulta incomprensible que ese garbanzo poco cocido que es Hollande tenga tanto éxito con las mujeres

Rosa Montero

Llevo días resistiendo la tentación de escribir sobre los líos de Hollande porque me parecía que era rendirse al morbo más cotilla y a los bajos instintos. Pero, claro, es que hasta los medios serios lo sacan en portada. ¿Por qué nos interesa tanto este culebrón sentimental? En primer lugar, quizá porque resulta incomprensible que ese garbanzo poco cocido que es Hollande tenga tanto éxito con las mujeres, y eso puede ser alentador para la gente que se considere poco atractiva, del mismo modo que las viejas películas de Landa, en las que el actor ligaba con rubias reventonas, eran un lenitivo para los feos (pero no se equivoquen: lo de Hollande solo demuestra que el poder es, en efecto, un afrodisíaco para ciertas mujeres; o sea que los feos sin poder lo tienen crudo).

Luego está la inquietante sospecha de que, cuando uno anda metido en un tobogán emocional de ese calibre, no tiene la cabeza para nada más. Al menos yo, en momentos así, no he podido ni escribir ni pensar ni ser persona, pero claro, yo no era el presidente de un país. Y así como el exministro inglés David Owen demuestra en su fascinante ensayo En el poder y en la enfermedad que la salud, otro tema tan privado como el amor, puede terminar teniendo tremendas consecuencias públicas (las depresiones de Lincoln o De Gaulle, el trastorno bipolar de Churchill…), cabe temer que los arrechuchos sentimentales te dejen las neuronas perjudicadas durante cierto tiempo. Por último, creo que hay otra razón para nuestro interés, algo de lo que no se habla porque nos parece cursi y pueril mencionarlo, y es la importancia que le damos al amor, al espejismo del amor, a la droga del amor, a ese fuego que nos arde en las entrañas, a la punzante nostalgia por tenerlo, si ahora mismo no lo gozamos. Sí: aunque parezca mentira, el efímero y tembloroso ensueño del amor también influye en el mundo.

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