La rebelión de Ryan Reynolds va por dentro
Triunfó con ‘Enterrado’, fracasó con ‘Linterna verde’ y sobrevivió para ser imagen del perfume Boss Bottled El actor asegura que para triunfar en la vida basta con ser buen chico
Hay un viejo chiste que se cuenta en Estados Unidos y que dice: “¿Cómo se convence a cien canadienses de que salgan de la piscina el día más caluroso del verano? Se les pide por favor”. Ryan Reynolds es canadiense y, aunque sería injusto atribuirle ciegamente el estereotipo de excesivamente educado, dócil y afable, lo cierto es que ahora mismo está muy interesado en averiguar cómo se dan las gracias en español. “¿Aquí también se dice grasias?”, le pregunta a una chica de nuestro equipo de producción en la suite presidencial del hotel de Madrid donde se realiza la sesión de fotos. “Cuando estuve en Barcelona decía grasias todo el rato”. Se refiere a 2009, cuando vino a este país a rodar Enterrado, la película de Rodrigo Cortés que este oriundo de Vancouver de pelo castaño y metro novena protagonizó el año que estrenaba su comedia más sonada –La proposición, junto a Sandra Bullock– y preparaba la que sería la película más grande de su carrera, Linterna verde. Confirmada la fonética de la expresión, Reynolds la repite varias veces para sus adentros. “Grasias… Grazis… Gracias…”. Todo parece apuntar a que tiene pensado decirla todo el rato.
Llevo 23 años actuando y sé que a los idiotas que suben rápido nadie les echa una mano cuando caen. Los chicos buenos llegan más lejos
Existe el tópico de estrella que no actúa como tal. Se reserva para los grandes nombres que no se significan cada cinco minutos con peticiones marcianas y aires de superiodad. Y tiene una cierta connotación de Cuesta-creer-que-esta-estrella-sea-una-persona-tan-normal. Con Ryan Reynolds, este tópico no funciona. Lo de este actor, conocido por el clásico indie Adventureland, por superproducciones como de Blade: Trinity o Lobezno o por la campaña para Boss Bottled, de Hugo Boss, es más bien un Cuesta-creer-que-esta-persona-tan-normal-sea-una-estrella. En resumidas cuentas: es tal cual la imagen blanca, familiar y cercana que refleja en sus películas. Verlo pasearse por la sesión de fotos es ver a un tipo con la disposición de un boy scout y la entrega de un becario... de 37 años. Si tiene que decir que no, arquea las cejas y sube la voz, aunque nunca lo suficiente como para sonar tajante o incuestionable. Si tiene que decir que sí, lo acompaña de una palmada. Cada pocos segundos improvisa una broma políticamente correcta que podría salir de una sitcom de media tarde. Sorprenderlo en un renuncio narcisista –esa cualidad necesaria para que uno acabe con su cara en el póster de una apuesta millonaria de Hollywood– también resulta complicado.
Un café parece prometer un momento digno de estrella por unos breves segundos: en cuanto Reynolds sugiere que le apetecería uno –viene con el jet lag a cuestas–, cinco personas se agolpan sobre la Nespresso de la suite como si a la máquina le acabara de dar un infarto. Hay un momento de crisis en el que no parece arrancar. Pero Reynolds lo zanja a su manera conciliadora: “No os molestéis, Sam sabe exactamente cómo me gusta el café”. El ciclópeo guardaespaldas que le acompaña cada vez que viene a Europa se planta frente a la Nespresso y parece sustraerle un café solo con la mirada. Si se patentara algo llamado método Ryan Reynolds de trabajo en equipo sería un éxito para resolver conflictos. “Llevo 23 años actuando de forma profesional y me he dado cuenta de una cosa: los chicos buenos llegan más lejos”, explica. “Todo el mundo sube y baja en esta vida: si eres un gilipollas subirás muy rápido y nadie te va a echar una mano cuando caigas. Pero si eres alguien con el que da gusto trabajar, duplicas las posibilidades de que alguien que ha estado contigo durante las vacas gordas se quede ahí durante las flacas”.
Y la llamaremos Ryan
Reynolds conoce bien ambas situaciones. Las ha vivido en una carrera inusualmente larga. “Creo que mi gran momento aún no ha llegado”, titubea. “¿Sabes qué? Cuando mi padre inseminó a mi madre... Ese fue mi gran momento”.
Algo de cierto hay en la broma: los padres de Ryan Reynolds jamás pensaron que serían capaces de concebirlo. Pareja desde el instituto, los señores Reynolds se casaron antes de saber que no podían tener hijos y habían pasado a adoptar un chico al que llamaron Patrick. Para sorpresa de todos hubo un embarazo. Un niño, a quien llamarían Terry. Y luego otro: Jeff. Viendo que la cosa marchaba, repitieron la faena para tener una niña. “Y me tuvieron a mí. Querían una hija y tuvieron un actor. Es lo más parecido”. De nuevo, otra broma que dice una verdad: que el menor saliera actor no le sentó bien al cabeza de familia, un estricto policía urbano de valores tradicionales. Ryan le ocultó que se había apuntado a clases de interpretación –tuvo que confesarlo de todas formas cuando le dieron su primer papel, a los 15 años, en una serie juvenil– y aún hoy asegura arrastrar la sensación de haber decepcionado a su padre.
Mentor blanco derribado
Los Ángeles es un sitio duro que coge tu juventud y tu ingenuidad, las mete en una pipa de 'crack' y se las fuma
Si el detalle de su nacimiento resultó determinante para su carácter, el día que se tiró de un avión y no se le abrió el paracaídas remató la faena. Tenía 19 años, acababa de terminar el instituto y sus amigos habían cogido el hábito de hacer paracaidismo. “A esa edad se hace lo que quieran tus amigos, así que yo también empecé a hacerlo. Cada vez me daba peor presentimiento. Hasta que llegó mi salto número 13 y el paracaídas no se abrió”. Durante unos minutos estuvo en caída libre desde un kilómetro y medio de altura. “Se me apareció la imagen de Ketih Perepelkin, mi instructor, recordándome dónde estaba la anilla del paracaidas de emergencia. Así que no pasó nada: aterricé a ocho kilómetros de donde tendría que haber aterrizado y sobreviví, pero la experiencia me dejó bastante tocado. Juré no volver a hacerlo nunca más. Aún hoy me da miedo volar. Una semana después de tomar esa decisión, Perepelkin tenía un rodaje: iba a hacer de doble en una escena en la que alguien se tira de un helicóptero. A él sí que no se le abrió ningún paracaídas. Murió”. Conclusión: ser un macho está bien. Estar vivo está mejor.
Todo esto tampoco significa que Reynolds sea un mojigato. En 1997, por ejemplo, le echaron de Ámsterdam. “Y mira que es complicado que te echen de Ámsterdam. Pero me las apañé para meterme en una pelea callejera con una banda de indeseables. No recuerdo muy bien cómo empezó, el caso es que acabé en un huracán de puñetazos y patadas”. Esos indeseables eran, concretamente, camellos que se habían ofendido con la forma en que Reynolds les había rechazado una oferta en cocaína. La pelea duró hasta que llegaron las fuerzas del orden. “La policía nos invitó a irnos. Ahora tengo en mi currículum El Incidente de Ámsterdam, que suena a capítulo en una autobiografía”.
Una pipa de ‘crack’
En junio de 2010, Scarlett Johansson ganó el Tony por debutar en el teatro con Panorama desde el puente, de Arthur Miller. Con los ojos vidriosos, la actriz subió al escenario, recogió el premio e hizo una dedicatoria memorable: “Para mi canadiense”, dijo. Se refería a un famoso actor que estaba entre el público, con quien ella se había casado, comprado una casa rural en Louisiana para vivir lejos del glamour de Hollywood, y mantenía una relación muy alejada de los titulares. Ese tipo se llamaba Ryan Reynolds.
El camino desde el avión de Vancouver hasta la meca del cine fue sorprendentemente corto. Empezó, de hecho, en el rodaje canadiense de Expediente X, donde Reynolds había conseguido un pequeño papel. “El director, Rob Bowman, me dijo que nunca fuera a Los Ángeles a ser actor, que jamás lo conseguiría”, cuenta. “En parte lo entiendo. Los Ángeles es un sitio duro que coge tu juventud, tu inocencia y tu ingenuidad, las mete en una pipa de crack y se las fuma. Pero fue el peor consejo del mundo: ‘No sigas tu sueño’. Que te jodan”.
Reynolds vivió en Los Ángeles dos meses antes de confesárselo a su padre. Para entonces ya tenía un plan: “Fui a una agencia de representantes. Esas no aceptan a cualquiera, pero entré y me senté con un discursito que tenía preparado. Dije: ‘Conseguidme cinco castings. Solo cinco. Y yo volveré con un trabajo, os lo prometo. Y si no, adiós’. Lo hicieron y conseguí un papel en el piloto de una serie que nadie compró. Ninguna cadena se hizo con aquel proyecto, pero de ahí vino Tres para todo”. Ese título fue su primer gran empleo: una telecomedia de finales de los noventa, del género variación de Friends tan popular en la época, que murió y revivió prácticamente cada año hasta que fue finalmente cancelada en 2001. Pero él era uno de los protagonistas y la oportunidad le vino como anillo al dedo. “Para alguien que se ha criado improvisando comedia, rodar con público es un caramelo”, recuerda.
A partir de 2002, de hecho, su carrera se expandió en todas las direcciones: empezó a salir con Alanis Morisette –a la que dejó después de tres años para estar con Johansson–, pasó de secundario en Lobezno a protagonista de La proposición, el taquillazo que revitalizó a Sandra Bullock. Fue nominado al Goya por Enterrado, su mayor éxito de crítica, y recibió uno de los mayores honores que Hollywood reserva últimamente a los jóvenes actores: interpretar a un superhéroe legendario de cómic. Linterna verde fue el mayor fracaso de su carrera, pero de él sacó notoriedad, unos abdominales de titanio y, como el rodaje le pilló en vías de divorcio, a su tercera prometida, la protagonista de Gossip Girl, Blake Lively.
Creételo y creerán
“Si no ponéis algo de música, voy a empezar a cantar más alto y eso es algo que nadie quiere oír”. Reynolds ha estado tarareando las dos mismas canciones para entretenerse durante la última hora; una de Paul Simon y otra de The National. Por variadas que resulten, no le dan para abarcar lo que queda de sesión. Sam se dirige al reproductor más cercano y, sin titubear, teclea el nombre del cantautor inglés Ben Howard. “Sé que esto le va a gustar”, susurra, con el guiño de quien se está callando una anécdota que lo explicaría todo.
El pasado no fue un año especialmente prolífico para Reynolds. Al margen de R.I.P.D. Departamento de policía mortal, uno de los grandes batacazos de 2013, y dos filmes de animación a los que prestó la voz, no ha hecho nada en lo que pudiera ser visto. No tanto, al menos, como la campaña del perfume Boss Bottled. Él es imagen de esa fragancia desde hace dos años y lo más curioso de esta aventura publicitaria es que muestra un lado muy diferente al que se le suele asociar. Más sexy. Más seductor. Más macho alfa. “No es una interpretación”, aclara. “Boss representa muchos de los atributos que he adquirido a lo largo de los años. Confianza en uno mismo, por ejemplo. Llegar a un momento con cierto grado de preparación. Si te sientes bien, estás bien. Si te sientes sexy, lo proyectarás”. Esta aproximación es, en realidad, una ampliación del consejo que un día recibió de alguien y que él ha elevado a mantra: “Si tú te crees algo, el mundo se lo creerá también”.
Lo cual está muy bien pero obliga a preguntarse: ¿y quién debe creerse uno en los momentos de duda? “Naturalmente, me creo yo”, contesta. Por si aporta algo de valor el apunte, huele al Boss Bottled que promociona con esa filosofía. “Hay gente que se odia. Yo no. He pasado demasiado tiempo en terapia para eso”.
Verde y en botella
Desde su lanzamiento en 1998, Boss Bottled ha desapachado más de 60 millones de unidades. Si fuera un elepé, sería el segundo más vendido de la historia, solo superado por el 'Thriller' de Michael jackson. No sabemos a qué suena, pero en elo olfativo combina sándalo, manzana verde o geranio para resultar en una fragancia masculina y a prueba de modas.
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