Un niño, Mandela y los derechos (de algunos) humanos
A Kevin, que ilumina las estrellas
La mañana del 7 de septiembre, Zavaleta, un barrio popular de la Ciudad de Buenos Aires, amaneció empapado en balas. Algunas horas antes, la ausencia de cualquier agente de seguridad hizo presentir que algo malo ocurriría. En ningún barrio pobre de América Latina, la presencia de la policía es una garantía de seguridad para sus habitantes. Sin embargo, en Zavaleta, como en tantos otros sitios, cuando la policía se va, cuando abandona la zona, todos reconocen la inminencia de la violencia. La complicidad entre las bandas delictivas y las fuerzas de seguridad casi nunca se disimula. De hecho, trazar las fronteras entre ellas supone un verdadero ejercicio de imaginación sociológica. Las fuerzas de seguridad defienden a los ricos y se asocian a los delincuentes para ganar dinero. A los pobres, de modo general, los maltratan y, cuando la cosa se pone tensa, les disparan. A veces, les disparan porque sí.
La mañana del 7 de septiembre, Zavaleta, un barrio popular de la Ciudad de Buenos Aires, amaneció empapado en balas. Kevin, un niño de nueve años, cuya risa contagiaba felicidad, cuya mirada dulce irradiaba luz, corrió junto con sus hermanos a su pequeña casa, a refugiarse debajo de la mesa. El tiroteo duró interminables minutos. Todos contra todos, nadie contra nadie. Balas, sólo balas. Balas por todos lados, buscando cuerpos, sedientas de injusticia.
Kevin y sus hermanos se acurrucaron temblando, debajo de esa mesa frágil, dehaciéndose de miedo, conteniendo la respiración, tomándose de las manos, rogando que todo terminara. Llorando. Pero llorando en silencio, sin lágrimas, para no llamar la atención. Temblando como tiemblan los niños cuando se sienten solos.
Esa mañana fría del 7 de septiembre, en Zavaleta, Kevin murió. Dijeron que fue por una bala perdida. Esa mañana, en Zavaleta, Kevin murió. Un niño más, uno de tantos, muerto por una sociedad perdida que así denomina a las balas que los exterminan. Un niño menos, en una sociedad que parece indiferente a su sufrimiento. Una sociedad sin dolor, de niños y niñas invisibles.
Kevin murió debajo de una mesa endeble que no pudo protegerlo de la impasible prepotencia de los poderosos. Tenía nueve años, un montón de sueños y una foto de Juan Ramón Riquelme en su cuaderno de clase. En una pared del barrio de Zavaleta, en una Ciudad de Buenos Aires que siquiera percibió su ausencia, alguien escribió: “Si Kevin murió por nosotros, nosotros viviremos por él”.
La historia de Kevin es la historia de tantos niños, tantas niñas y jóvenes que mueren, todos los días, víctimas de la violencia y del abandono en sociedades donde los derechos humanos son patrimonio de pocos.
Cada minuto, en el mundo, una persona muere víctima de la violencia armada. Más de la mitad de ellos son niños y jóvenes. Son, en efecto, ellos las principales víctimas de la violencia y de los conflictos armados en el mundo. Las naciones más ricas y poderosas suelen reaccionar con un descarado cinismo ante estos hechos. El lamento acerca de los efectos colaterales de la violencia no permite ocultar que los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas (Estados Unidos, China, Rusia, Francia y el Reino Unido) son, nada menos, que los que producen cerca del 90% de las armas que hoy circulan por el planeta.
En su excelente y contundente informe, “Una crisis encubierta: conflictos armados y educación”, la UNESCO señala que en los países en que existen actualmente conflictos armados, 28 millones de niños y niñas están excluidos de la escuela, algo más del 42% de los niños y niñas sin escuela en todo el mundo. También señala que las escuelas, los docentes y la propia infancia se han vuelto progresiva y alarmantemente objetivos militares en los países en conflicto. Hay, actualmente, en el mundo, más de 300 mil “niños soldados”. En el conflicto armado en Colombia, más de 14 mil niños menores de 12 años han sido reclutados forzadamente por los grupos paramilitares o insurgentes. El conflicto en Siria ya ha producido más de 1 millón de niños y niñas refugiados, gran parte de ellos, sin escuela.
La violencia contra la infancia constituye una de las más graves violaciones a los derechos humanos. Y lo es porque, cuando ocurre, edifica una barrera infranqueable a la promoción de otros derechos.
Entre tanto, la violencia contra la infancia no se reduce, naturalmente, a la existencia de conflictos armados. Aunque las tasas de mortalidad infantil han mejorado en muchos países del mundo, aún hoy mueren anualmente más de 6 millones de niños y niñas con menos de 5 años por causas que podríamos haber evitado: diarrea, neumonía, difteria, fiebre amarilla. 18 mil niños y niñas por día. En menos de seis meses, mueren más niños y niñas por falta de atención sanitaria básica, que personas durante los más de 8 años que duró la Guerra de Irak. En un año muere la misma cantidad de niños y niñas que las personas que murieron en la Guerra de Corea, que duró algo más de 3 años. En dos años, aproximadamente, la misma cantidad de niños y niñas que personas murieron en los 18 años que duró la Guerra de Vietnam.
El derecho humano a la vida está lejos de haberse popularizado, a pesar de la inmensa abundancia de acuerdos, normas y declaraciones que aspiran a garantizarlo. Al menos, el derecho a la vida de los más vulnerables, los más frágiles y desprotegidos. De aquellos que, cuando comienzan a tronar las balas, se refugian debajo de una mesa.
La violencia sexual y física contra las niñas es también una evidencia del grado de abandono en el que viven millones de seres humanos que aún no han cumplido los 14 años de edad. En Filipinas, 60 mil niñas son forzadas a prostituirse cada año. Actualmente, hay más de 50 millones de niñas casadas en el mundo. El abuso y la violencia sexual contra las niñas no es un patrimonio de las naciones más pobres y ha crecido sistemáticamente en los países más ricos.
En Brasil, más de 160 mil jóvenes negros han sido asesinados entre 2002 y 2010, como muestra el excelente trabajo llevado a cabo por el investigador de FLACSO Brasil, Julio Jacobo Waiselfisz, en su Mapa de la Violencia. Mientras que en los últimos años el número de asesinatos de jóvenes blancos tuvo una disminución significativa (-39,8%), el de jóvenes negros no paró de crecer, teniendo un aumento de 24,1% en la última década. En 2002 morían 71,6% más jóvenes negros que blancos. En 2001, morían 237,4% más. Cada media hora muere asesinado, en Brasil, un joven negro.
La persistencia de la desigualdad y la injusticia social, la falta de oportunidades educativas, la fragilidad de las políticas públicas de atención a la infancia y la juventud, en sociedades con alto grado de corrupción e impunidad de sus fuerzas de seguridad, constituyen una fuente permanente de violación de los derechos más elementales de los niños, las niñas y los jóvenes.
Nos hemos acostumbrado a una retórica de los derechos humanos que parece imperturbable a su sistemática y obstinada violación. Nos hemos acostumbrado a aceptar un discreto ejercicio de taxonomización de los derechos humanos: los derechos de los que tienen poder, recursos y oportunidades y los derechos del resto, de cumplimiento casi siempre inconcluso, frágil y fortuito. Los primeros son universales. Los segundos, ocasionales. Los primeros los garantiza la ley. Los segundos, la suerte.
Mil millones de personas viven en condiciones de miseria, hambre y sufrimiento en el mundo. No creo que hayan conmemorado los 65 años que acaba de cumplir la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
El cumplimiento y el compromiso efectivo con los derechos humanos depende de múltiples factores. Superar las condiciones de explotación, alienación y mercantilización que viven hoy millones de personas, especialmente los niños, las niñas y los jóvenes, resulta fundamental.
No menos significativa debe ser la promoción de una cultura de los derechos humanos, basada en valores de justicia, igualdad, solidaridad y bien común, tan ajena y, aparentemente, tan distante y extraña en nuestras sociedades. Se trata de romper la coraza cognitiva, el blindaje subjetivo que nos protege e inmuniza ante el sufrimiento ajeno, especialmente, el de los más débiles. Se trata de entender que, cuando un niño sufre la arbitrariedad de la violencia, se resumen y reproducen allí, en ese acto brutal, la génesis de la violación de los derechos humanos a todos los niños y niñas del mundo. No hay ni puede haber derechos humanos para ricos y derechos humanos para pobres. Aceptar esto significa aceptar el fracaso de los valores, las luchas y las conquistas que acompañaron y brindaron sentido a una concepción emancipatoria y radicalmente democrática de sociedad basada en la primacía de los derechos, la justicia social y la igualdad. Una sociedad que aún debemos construir, pero que la naturalización de la inevitabilidad de las violaciones a los derechos humanos (tanto en los países ricos como en los países pobres), y nuestra resignación e indiferencia ante este hecho, nos aleja de ella cada vez más.
Desde el punto de vista de los derechos humanos, un niño condensa el valor de la infancia. Violar su dignidad, violar su integridad, violar sus derechos supone violárselos a todos los niños y niñas del planeta. En esto reside el valor transformador, emancipatorio y radicalmente democrático de los derechos humanos. O los tienen todos, o no los tiene nadie. O se los protegen a todos, o no se los protege a nadie. Esta perspectiva nos permite combatir el universalismo cínico e inocuo que defienden los sectores dominantes. El universalismo de ellos, que calcan e imprimen a los pobres y excluidos, a los olvidados y humillados. Los poderosos creen que los derechos humanos se cumplen, cuando ellos se los prestan, por algunos pocos segundos, a los que nunca acceden a sus beneficios. Los poderosos suelen creer que los derechos humanos son como las limosnas que depositan en el regazo de los hambrientos. Ellos creen que la Declaración Universal de los Derechos Humanos es nada más que eso, una “declaración”.
Mientras formulo estas reflexiones, el mundo despide a Nelson Mandela.
No deja de ser curioso que la unanimidad alrededor de su enorme y generosa figura, acabe reivindicando un Mandela pasteurizado y lánguido, conciliador y reflexivo, no el Mandela guerrero, valeroso y combativo que pudo sobrevivir a casi 30 años de cárcel por luchar por un país y por un mundo más justos e igualitarios. No deja de ser curioso que despidamos a Mandela sin recordar que el racismo, la discriminación y la violencia criminal contra los más pobres siguen hoy plenamente vigentes. Y que lo mejor que podemos hacer para reivindicar su figura, es continuar luchando contra ellos, recuperando su legado.
La mañana del 7 de septiembre, en Zavaleta, un barrio popular de la Ciudad de Buenos Aires, Kevin Molina, de nueve años, murió. Dicen que fue por una bala perdida. Pero fue por la prepotencia, la impunidad y la violencia que día a día se ejercen contra los más pobres. Fue por la injusticia, por la falta de oportunidades, por la humillación que día a día le disparan a los más pobres.
Un niño más ha muerto, un pibe más, un chico, un gurí, un cabrito, un pelado, un crío, un chaval, un mocosito, un enano, un chamaco, una criança, un menino. Uno, igual a tantos otros. El único. Todos.
Cierre los ojos. Por favor, cierre los ojos y piense que quién está debajo de esa mesa frágil y destartalada no es Kevin, sino su hijo, su hija. Cierre los ojos e imagine. No los abra, por favor. Cierre los ojos e imagine a su hijo, como Kevin, temblando de miedo, meado de miedo, agarrado de una mano que no es la suya, pidiendo por favor que todo pare, que las balas desaparezcan y que lo dejen ir jugar con sus amigos. Cierre los ojos y, por favor, no llore, porque Kevin no tuvo tiempo de llorar.
Cierre, por favor, los ojos y piense que esa angustia, ese vacío, ese inmenso dolor que quizás Ud. está sintiendo en este momento, son infinitamente menores que las que sintió la madre de Kevin. Cierre los ojos y sepa que, muy probablemente, Ud. y yo, casi todos, nos olvidaremos de Kevin muy pronto, menos su mamá, menos sus amigos, que prometieron vivir por él.
Si no somos capaces de sentir que Kevin es igual a cualquiera de nuestros hijos, quizás no hayamos entendido nunca qué son los derechos humanos.
En cada nacimiento, la humanidad se inventa y nos entrega un fragmento de su legado. En cada nacimiento, la humanidad se inventa y nos exige que protejamos a los recién llegados. Vivamos nosotros también por Kevin y por todos los que como él dejan sus risas y sus sueños, debajo de una mesa chueca que no los supo defender.
Desde Buenos Aires
Notas:
1. Este texto constituye un fragmento de la conferencia inagural que he pronunciado en el Foro Mundial de Derechos Humanos, llevado a cabo en Brasilia, del 10 al 13 de diciembre del 2013.
2. La historia de Kevin ha sido denunciada por La Garganta Poderosa, medio de difusión de La Poderosa, una organización que desarrolla trabajo comunitario, movilización popular y comunicación en numerosos barrios y villas de la Argentina.
3. Un contundente documento sobre el asesinato de Kevin Miranda es el Editorial de La Garganta Poderosa del mismo 7 de septiembre de 2013.
Edición de La Garganta Poderosa dedicada a Kevin, septiembre, 2013. A la izquiera, Kevin Molina. A la derecha, Juan Ramón Riquelme.
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