Sueño de Cristina en el Cash Converters
Me da que el interiorista entendió mal el concepto “cocina” del palacete de la infanta Cristina e Iñaki Urdangarin y diseñó el espacio como un laboratorio de metanfetamina
Si alguien me preguntara cuál es mi sección favorita del ¡Hola!, creo que tendría bastante clara la respuesta. Ya sé que las fotos en blanco y negro de los ecos de sociedad molan, y que analizar los bautizos, bodas y comuniones de las apolilladas familias fachas como quien ve un documental de Discovery Max es siempre fuente de alborozo. Pero yo alcanzo el éxtasis holero cual eyaculador precoz en las primeras páginas, con esos reportajes a todo trapo que la publicación consagra a las casas de los famosos.
Me encanta fisgar en los templos del exceso en los que habitan seres de otros planetas como Ivana Trump o Norma Duval. Cuanto más recargados de muebles y jarrones y figuritas y sofás con millones de cojines y piscinas de todos los tamaños, mejor. Comprenderán entonces mi excitación cuando me enteré de que se publicaban las fotos del palacete —¿por qué lo llamamos así si es un maldito chalé?— de Iñaki y Cristina en Barcelona. Y comprenderán también mi decepción al verlas: yo me esperaba algo en plan imperial, o de diseño de última generación, o en el mejor de los casos, un festival del oro, el metacrilato y la porcelana como el que contemplamos en casa de José Luis Moreno cuando le entraron a robar. Pues de eso, nada.
La casa de los duques de Palma, que la justicia ha embargado esta semana, solo sorprende por su aburguesada mediocridad. Cientos y cientos de metros, varias plantas y habitaciones a cascoporro, pero una decoración triste como ella sola. Todos nos escandalizamos cuando se publicó el coste de los muebles, pero, como dijo una amiga mía, lo verdaderamente grave es que te gastes 138.000 euros en poner el salón y te quede como de Muebles La Fábrica.
Dada mi condición de advenedizo gastronómico, he dedicado largo tiempo —unos tres minutos— a analizar las zonas alimentarias de Cristiñaki. Me da que el interiorista entendió mal el concepto “cocina” y diseñó el espacio como un laboratorio de metanfetamina, porque, si no, no me explico tanto aluminio en todas las superficies. La ignominiosa presencia de una cafetera que no es la Nespresso oficial y de una Thermomix que no es el último modelo me lleva a soñar con la idea de encontrarme a la infanta en el Cash Converters. Eso sí, mi espacio favorito es la terraza, con su kilométrica barra de bar y su barbacoa tamaño chuletón de diplodocus. Cualquier día, el juez Castro descubrirá que el Instituto Nóos planeaba abrir allí una sidrería clandestina. Y si no, al tiempo.
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