Hipocresía sin fin
Imaginar un mundo en el que los Gobiernos aliados y socios no se espían unos a otros es un ejercicio de inocencia e irrealismo
El teléfono de Angela era una golosina. Nos dicen que lo pincharon los americanos, pero a cualquiera le viene a la cabeza que por la misma regla de tres también pudieron haberlo pinchado los rusos o los chinos. Es un escándalo, ciertamente. Sobre todo, que la mujer más poderosa del mundo hable por un teléfono pinchable.
Hay muchas piezas que no encajan en este rompecabezas. De hacer caso a las vestiduras rasgadas y a las exclamaciones escandalizadas, los Estados soberanos europeos no sabían nada de todo este asunto, jamás habían colaborado con Washington en estos menesteres y tenían a sus servicios de contraespionaje en el desempleo o de vacaciones.
La información es la sustancia de la que se nutre el poder, y cuanto más privilegiada y exclusiva, más poder suministra a quien la recibe. Imaginar un mundo en el que los Gobiernos aliados y socios no se espían unos a otros es un ejercicio de inocencia e irrealismo. Los principios maquiavélicos que guían el poder, cruzados con el uso sin límite de las tecnologías para recoger y analizar información, dan los resultados que conocemos. Todo se puede saber si hay voluntad de saber. El único límite es que no te pillen con el carrito de los helados.
Esto es lo que le ha sucedido a Estados Unidos. Las filtraciones de Wikileaks primero y de Edward Snowden después han dejado desnudo el poder excesivo de la superpotencia y la debilidad congénita de las que antaño fueron potencias europeas, violadas en su intimidad gracias a la complicidad de sus servicios secretos, a la hipocresía compartida y, sobre todo, a su incapacidad para dotarse de la unidad, el poder y la autoridad para tratar a Washington de tú a tú, de superpotencia a superpotencia.
Las relaciones transatlánticas han recibido un bofetón, pero no pueden salir heridas del incidente. La necesidad mutua es absoluta, excesiva. El mundo sería más inseguro e inestable sin ellas. Como resultado, un nuevo código de conducta deberá regir la privacidad de las comunicaciones internas de los Gobiernos aliados y amigos. Snowden merece un monumento solo por este servicio rendido a la construcción de un orden transatlántico más conforme a los valores y a la legalidad.
Ganaremos en garantías, pero es irreversible la pérdida que acompaña a una revelación que debilita a los socios, a Estados Unidos y a los países europeos, y refuerza en cambio a los competidores, Rusia y China. “La era de la hipocresía fácil ha terminado”, aseguran Henry Farrell y Martha Finnemore en la revista Foreign Affairs (El fin de la hipocresía. La política exterior de EE UU en la era de las filtraciones, 1 de diciembre de 2013). Empieza la era de una hipocresía más difícil, en la que Merkel y Obama no podrán escucharse uno al otro y los espías deberán cubrirse bastante mejor las espaldas digitales.
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