Parot
Es la ley, la que garantiza la libertad y la justicia, la que ha provocado la sentencia de Estrasburgo
La anulación por el Tribunal Europeo de los Derechos Humanos de la aplicación de la doctrina Parot no ha dividido a la sociedad española en dos. Por suerte. Lo que sí ha hecho es provocar que dos de los grupos que la componen se hayan hecho más visibles.
Unos tienen razón: las víctimas enroladas en algunas asociaciones que se echan a la calle pidiendo, en algunos casos, que el Estado haga barbaridades para evitar que los asesinos, sin haberse arrepentido además, recuperen su libertad. Razón en su ira, en la expresión de sus sentimientos.
Otros no tienen ninguna: los que apoyan a los asesinos, que se han echado también a la calle para festejar un triunfo, el de sus compañeros verdugos, que se han aprovechado del Estado de derecho que es Europa para, anulada una ley mal hecha, salir a la calle antes de pudrirse del todo en las celdas de las prisiones.
Si somos capaces de aislar los sentimientos de las víctimas de las intenciones políticas que animan a muchos de los que les apoyan, como la FAES, poco podemos reprocharles. No ha habido aún reparación, no ha habido aún petición de perdón, arrepentimiento, ETA sigue sin dejar las armas. Las víctimas no han podido, en muchos casos, ni siquiera enterrar a sus muertos con la dignidad exigible en una sociedad que se considera a sí misma ejemplo de libertades. Y en las calles de muchos pueblos del País Vasco es todavía difícil decir en voz alta lo que se piensa.
De los que festejan, qué decir: son como los nazis que coreaban a Hitler cuando predicaba que había que acabar con los judíos.
Pero es la ley, la preservación de su espíritu, lo que ha provocado esta sentencia. José María Ruiz Soroa lo explicaba muy bien hace dos días en este periódico.
Y sin esa ley no puede haber libertad. Ni justicia.
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