Elogio de la trampa
La tolerancia ante los casos de dopaje y fraude deportivo empañan la imagen de España

En los Juegos Paralímpicos de Sidney 2000, España ganó el oro en baloncesto para discapacitados intelectuales. Semanas después, gracias a la denuncia de un periodista que se infiltró en el equipo, se supo que de los 12 jugadores de la selección solo dos cumplían con los criterios para ser considerados discapacitados. Juzgados la semana pasada —13 años después de los hechos— por falsedad y estafa, los deportistas tramposos además de los dirigentes, técnicos, psicólogos y evaluadores, el caso se ha resuelto con 18 absoluciones y una sola condena: una multa de 5.400 euros, al presidente de la federación que urdió la desvergüenza.
The Guardian lo ha calificado como uno de los 10 más grandes escándalos de la historia olímpica, pero no se sabe si el diario británico se refiere al desprecio y burla que supone para las reglas y los rivales (ganaron los españoles por paliza casi todos los partidos) y para el espíritu olímpico, o a la sentencia que deja prácticamente impune tal comportamiento.
Casi al mismo tiempo se ha sabido que la federación española de atletismo no se ha atrevido a sancionar ni tampoco a absolver a la atleta Marta Domínguez, para quien la federación internacional pedía una sanción de cuatro años por dopaje.
La federación, en un ejercicio de pilatismo único, ha pasado la patata caliente al Consejo Superior de Deportes que se encuentra en la tesitura de o bien sancionar a la senadora del Partido Popular, o seguir el ejemplo pilatista y endosarle la decisión al Tribunal Arbitral del Deporte, en Suiza, con lo que se continuaría con la práctica de proteger a los “nuestros”, que sean los de fuera quienes se lleven las críticas.
Es evidente el daño que estas trampas le hacen a la imagen del país, porque permiten pensar que finalmente la marca España puede ser vista también como la marca del deshonor. Pero el verdadero problema no es la imagen, el envoltorio, sino el contenido: la trampa y los tramposos. El que alguien pueda pensar que, siempre que triunfen, pueden seguir siendo dignos de admiración. Somos hijos del Lazarillo y no nos avergonzamos, vinieron a decir con desparpajo los baloncestistas. Eso es lo triste, que ni siquiera se avergonzaran de su desvergüenza.
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