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Tribuna
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Pastores y corderos

La clave del papado de Francisco estará en la renovación de obispos y arzobispos

Esta Iglesia del siglo XXI, ¿seguirá la tradición romana, maquillada por sucesivos concilios, basada en el poder absoluto del papa, o volverá a la literalidad del Evangelio? Francisco, ¿inaugurará un nuevo rumbo teológico, con toda la incertidumbre que pueda acarrear, o se limitará a un cambio de zapatos, como advertía el exjesuita José María Castillo, y a unos mensajes próximos como los lanzados en Brasil? Todas esas preguntas, y muchas otras, son las que los católicos nos formulamos después de transcurridos los primeros meses de este pontífice jesuítico-franciscano. Lo curioso del asunto, que hace abrigar tantas esperanzas a los más de mil millones de católicos esparcidos por todo el orbe, es esta mezcla de ascético franciscanismo junto al refinamiento culto y jesuítico del nuevo obispo de Roma.

Los analistas que siguen con atención los fenómenos religiosos se han fijado en la renovación de la curia y en las finanzas vaticanas como las dos grandes claves de esta etapa de la Iglesia iniciada con la insólita —aunque vaticinada— renuncia de Benedicto XVI y la elección de Francisco. Mas es posible que la autentica clave del pontificado no esté solo en poner orden en la curia y las finanzas —tarea por otra parte titánica—, sino en la renovación de los obispos y arzobispos que son quienes están —o al menos deberían estar— en contacto directo con el pueblo, con sus sufrimientos y sus alegrías; y son —o deberían ser— los transmisores libres de la palabra evangélica. De una palabra que no basta con recitarse, sino que debe vivirse, incluso con todas las contradicciones que ello puede conllevar, que no son pocas.

Es evidente que la gran mayoría de obispos y arzobispos, al menos los que nos son más familiares, no cuadran con este tipo de evangelizadores. A lo sumo son “pastores”, incluso buenos “pastores”, aunque con el problema añadido de que nadie quiere ser ya oveja o cordero, pues son muy pocos quienes se resignan a terminar sus vidas en el matadero, o esquilados en el mejor de los casos. Una primera cosa que deberían, pues, cambiar los obispos es ese lenguaje paternalista tan en desuso. Si cambiamos las palabras, no el mensaje, habremos cambiado la Iglesia.

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El pueblo quiere proximidad, realidad,
no palabras hermosas
y bien intencionadas

En España, nación que fue católica y que lo sigue siendo en una gran medida, está, quizás, la clave de cuál va a ser el sello que imprimirá la era de Francisco en la Iglesia: la sucesión de los arzobispos de Madrid y de Barcelona, pues ambos ya están en tiempo de descuento. Rouco Varela, un eminente jurista que dejará la iglesia madrileña bien organizada y sin apenas conflictos, hace casi dos años que presentó su renuncia por haber cumplido 75 años; y Martínez Sistach, que abandonará la Iglesia catalana muy escorada hacia el independentismo, también lleva un año en este limbo canónico. Y ya han comenzado las quinielas y los rumores sobre los posibles sucesores.

Unos sucesores, los que han sonado, todos ellos buenos “pastores”, en el tradicional sentido del término. Sin duda aman a sus “rebaños”, e incluso alguno ha cambiado de zapatos para mejor pastorear. Pero ahora se pide otra cosa. Se piden obispos que caminen como seres humanos, no como príncipes, como gusta recordar a Francisco, junto a otros seres humanos que piensan libremente, gozan, sufren, aman, viven y, al final, mueren en libertad. “Jesús era libre; Jesús, a nosotros los cristianos, nos quiere libres como Él”, dijo el nuevo Papa en el rezo del ángelus el pasado 20 de junio; y ahora ha pedido machaconamente a los obispos en Brasil que salgan de sus palacios y casas, que pisen la calle. Pues el pueblo quiere proximidad, realidad, no palabras hermosas y bien intencionadas. Reclama un abrazo sincero y que los templos no sean tristes y excluyentes. Reclama que los divorciados o los homosexuales y lesbianas, casados, vueltos a casar o no, puedan recibir la comunión y otros sacramentos sin sentimiento de culpa y exclusión. Reclama una Iglesia evangélica y no opresora. Una Iglesia que no se pase el día hablando de aborto o de eutanasia, sin duda temas trascendentales pero no obsesivos, y se fije más en la fraternidad. Reclama una Iglesia reformada, libre, creíble, próxima y culta. Una Iglesia donde las mujeres tengan un papel verdadero y su propia teología hecha por ellas y para ellas. Una Iglesia menos obsesionada por la “conversión” y, en cambio, más didáctica, inclusiva y evangélica, más ajustada a este mundo complejo y global —como ahora se dice— que vivimos.

¿Es esto tan difícil? ¿Tan complejo va a ser encontrar obispos de estas características? Depende. Si se busca en la cantera de lo conocido, será complicado hallar obispos con ese perfil. Pero si Francisco y quienes le rodean utilizan el lateral thinking, encontrarán espléndidos sacerdotes ordinarios —y también algún obispo agazapado— capaz de tener ese fumus que la Iglesia necesita en estos momentos catárticos. Lo de los pastores, las ovejas y los corderos fue muy bonito mientras duró, aunque también fue brutal, en muchas ocasiones, cuando a los pastores se les fue la mano y el látigo. Hoy la Iglesia católica debe asumir la libertad con todas sus consecuencias. La libertad y el cumplimiento de la ley, como hizo un rabino llamado Jesucristo.

Jorge Trias Sagnier es abogado y escritor.

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