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Columna
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Espías en la niebla

Ya no parece descabellado que se produzcan ciberguerras entre los propios socios de la OTAN

Lluís Bassets

Al salir del túnel aparece un nuevo paisaje. El ojo tarda en acostumbrarse. Todo parece distinto y nimbado por la niebla de la sorpresa. Orientarse es difícil y acertar el camino todavía más.

Las guerras de antaño ya no son tales. Ahora son conflictos geoeconómicos. El aliado de toda la vida de pronto se convierte en un adversario temible, que te chupa la sangre con la prima de riesgo.

O te asalta a través de las redes digitales, y no necesariamente con ataques con virus paralizantes, sino sobre todo mediante el robo de información reservada o secreta, sea comercial, financiera, científica o, por supuesto, directamente política.

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Entre aliados puede que quepan las guerras geoeconómicas, como la que Alemania está librando contra buena parte de los socios de la UE, pero en principio parecería descabellado que se produjeran ciberguerras entre los propios socios de la OTAN.

Pero no lo es. Algo así debe estar sucediendo tras la niebla que cubre este paisaje nuevo, en el que son borrosas las fronteras entre ciberguerra y espionaje. También otras fronteras, como las que separaban lo público y lo privado, se han vuelto borrosas desde que las centrales de espionaje subcontratan a empresas privadas o utilizan y explotan la información de sus clientes, sobre llamadas telefónicas o datos transmitidos por internet y las redes sociales.

A mayor alcance del espionaje, mayores son también los agujeros del sistema. Edward Snowden es un hijo no deseado de la privatización y de la dimensión colosal del fisgoneo. Su fuga rocambolesca está generando una enorme desestabilización diplomática, pero no debiera desviar la atención sobre la sustancia de sus revelaciones, que iluminan súbitamente el nuevo paisaje del control total.

Las tecnologías son nuevas y nuevos son los hábitos y usos que hacemos de ellas, pero hay algo que es viejo y permanente y es lo que conforma el núcleo duro de la soberanía sagrada de los Estados, pertenezcan o no a alianzas militares o a uniones monetarias y comerciales. Aquí se espía, sí. Y se espían todos entre sí, los que tienen medios para espiarse, claro. Con títulos públicos o con concesiones privadas.

Los únicos que no espían entre sí ni espían a los aliados son los países europeos, si nos creemos sus piadosas declaraciones. Tampoco cuentan con servicios de contraespionaje para defenderse de la curiosidad de sus aliados. Y ni siquiera saben cómo defender a sus ciudadanos de la intromisión en sus vidas privadas por parte de las multinacionales tecnológicas que actúan a sus anchas en su mercado abierto y sin fiscalidad.

Despreocuparse de estas desagradables tareas es uno de los privilegios que otorga la vocación de desunión y de irrelevancia de la que los europeos hacemos permanente lucimiento.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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