La Europa de Semprún
El continente proponía un ideal de gobierno ético amenazado ahora por demasiados frentes
Europa fue el sueño de muchos de los mejores de sus hijos. En 1995, un español, Jorge Semprún, nos brindó un memorable discurso desde Weimar, al sur del campo de Buchenwald, donde había estado prisionero durante dos años por los nazis, hablando de ese sueño que, por entonces y no hace tanto tiempo, parecía posible. El sitio no estaba mal buscado, al margen de que la historia reciente del nazismo obligara a ello. Semprún se dirigió a todos los europeos desde el lugar en el que Goethe daba sus paseos y meditaba sobre el mundo y desde el lugar en el que los habitantes de la ciudad habían vivido ignorando a propósito el origen de las cenizas que volaban sobre sus cabezas y del olor a carne quemada que estropeaba sus guisos.
Weimar, además, fue donde se pergeñó la Constitución que dio origen a la República alemana de posguerra, frustrada después por la incomprensión de los vencedores de la Gran Guerra, por el auge del nazismo y por la radicalidad antidemocrática de los comunistas.
La Europa que Semprún buscaba y alentaba no tenía mucho que ver con lo que él mismo había defendido durante años. Semprún era fruto de una decente concatenación de errores que tenía mucho que ver con los de su propio sueño europeo de los últimos años. Sobre todo, había sido comunista durante largo tiempo. Un comunista contra Hitler, y más que nada contra Franco, que no era lo mismo que serlo contra las repúblicas “burguesas”. Pero un comunista, o sea, un cómplice más o menos entusiasta de los regímenes criminales del centro y este de Europa.
Abandonó todo eso a principios de los sesenta, incluso antes de que los tanques soviéticos frustraran el despertar de Checoslovaquia en 1968.
A finales de la década se equivocó de nuevo, pensando que las revoluciones del Tercer Mundo, las teorizadas por Franz Fanon, traerían la libertad al universo. La deriva autoritaria del Frente de Liberación Nacional argelino le obligó a replantearse de nuevo todo su esquema. Y derivó él mismo hacia una consecuente defensa de la democracia y la visión de las libertades como algo irrenunciable. La idea de una Europa gobernada por unos compromisos éticos, siempre individuales; y morales, de carácter colectivo, podía, en su visión, asegurar un futuro radiante para el mundo. Una Europa que liderara, mediante un ancho compromiso político, un cambio radical en la historia. Con el incorruptible triple lema de 1789: libertad, igualdad, y fraternidad.
No era la visión de un loco ni de un jacobino, sino la de un hombre razonable que lo había visto casi todo, que había sido un héroe en casi todas las causas erróneas en las que había participado.
En 1995 todavía alentaban esos principios en la construcción de una unión política y económica que, al menos, había conseguido acordar sobre derechos humanos y sociales y espacios de libertad, por no hablar de la superación de la guerra, al menos la interna, como procedimiento tradicional para resolver los conflictos.
Ese sueño no ha sido derrotado todavía. Pero hay tenebrosos síntomas de que pueda ser severamente mutilado. No es menor el de la creciente insolidaridad, ligada al crecimiento de los sentimientos nacionalistas en muchos países. No es pequeño tampoco el desastroso estado de una política exterior que permite que EE UU gobierne el espacio aéreo de Francia, Italia y Portugal. No es banal la falta de una respuesta clara y contundente ante guerras injustas y sistemáticas violaciones de los derechos humanos, desde Guantánamo hasta Cuba, pasando por los regímenes inhumanos del golfo Pérsico, Irak, Siria, Túnez, Israel o Palestina, entre otros muchos.
Europa aguanta que su mayor aliado la espíe sin pudor, o que lo haga uno de sus socios, Gran Bretaña, sin esbozar una disculpa creíble. Aguanta que resida en sus capitales una banca ladrona, delincuente, como el HSBC (pero no solo), que blanquea capitales, dirigida por ejecutivos de traje gris y raya fina que se permiten el lujo de reírse de los campesinos del Sur.
Y España, humillada, entregada a la voluntad justiciera de los más poderosos, esconde sin limpiar lo que puede de una corrupción que la ha dejado casi arruinada, incapaz de levantar la voz en ninguna de las discusiones trascendentales para el futuro común.
Pobre España, tan lejos del discurso de Semprún en Weimar. Tan marcada por la vaciedad de sus políticos en el Gobierno. A falta de las palabras de Semprún nos conformamos con las de Cospedal o Floriano. Hemos actualizado a Alfredo Landa.
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