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En los primeros setenta, con mis 20 recién cumplidos, para ser prófugo, okupa <em>avant la lettre</em>, indocumentado y además adicto a viajar sin rumbo fijo, huyendo de uno mismo, como siempre ha sido mi querencia, era imprescindible llevar, machadianamente, el más ligero de los equipajes. En el mercadillo de Portobello Road (Londres), donde viví un tiempo y en cuyas esquinas, pasando el bombín, cantaba los sábados, encontré un día a buen precio esta mínima máquina de escribir que me empujó a soñar mis primeras canciones. La marca era muy rara: Standard Folding Typewriter. Estuvo siempre en mi maleta con dos pares de calzoncillos, unos tejanos, un pasaporte falso, una camisa y una chupa de cuero. Todo lo fui perdiendo después, entre mudanzas, trenes, divorcios y naufragios, incluida mi amada maquinita. Pero hace un par de años, en una almoneda del Rastro, la volví a encontrar milagrosamente. “Seguro que es la mía”, me dije. Ahora está otra vez, sobre mi escritorio, implorando a las esquivas musas. Bendita sea.
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El objeto de mi vida

Hemos pedido a personajes conocidos de diferentes ámbitos que se inspiren en la novela ‘El museo de la inocencia’, de Orhan Pamuk, para que desvelen el fetiche al que tienen más apego. Este es el resultado

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