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El objeto de mi vida Hemos pedido a personajes conocidos de diferentes ámbitos que se inspiren en la novela ‘El museo de la inocencia’, de Orhan Pamuk, para que desvelen el fetiche al que tienen más apego. Este es el resultado Tarik Bey estaba orgulloso de este reloj, con números romanos en un lado y números arábigos del otro; le gustaba sacarlo y presumir ante los invitados en Nochevieja y en otras ocasiones especiales. Había comprado este excepcional y caro objeto, al cual no le había dado uso en absoluto, como una ganga un día que pasaba por el Grand Bazaar. A pesar de que él no cumplía con los rituales de oración, le gustaba enseñar el reloj como su “diminuto marcador del tiempo de rezo”. Las antiguas mezquitas que datan desde el lejano reinado de Mehmed II (1432-1481) constaban de “salas de relojes” en donde complejos sistemas de relojes solares del antiguo estilo turco y el calendario islámico lunar eran puestos a punto para que calcularan correctamente la hora de la oración y la fecha de las festividades religiosas. Estos “pabellones de relojes”, en los que había relojes solares, calendarios y diversas herramientas de astronomía, eran pequeñas construcciones de una o dos habitaciones contiguas a las mezquitas. La introducción de los relojes mecánicos y la construcción de torres con relojes en las ciudades otomanas supusieron el fin de las actividades de estos pabellones. La plaza de Dolmabahçe muestra el pabellón de los relojes de una mezquita en un lado y una torre de reloj de estilo occidental en el otro, que condenó a la obsolescencia al pabellón de los relojes cuando fue construido a finales del siglo XIX. Según los antiguos relojes otomanos, el sol se ponía a medianoche y a las seis en punto era mediodía. Durante los últimos días del Estado otomano, bajo los efectos de la occidentalización, los relojes de estilo europeo se usaron en las oficinas gubernamentales junto a los de estilo turco, hasta que el país cambió al estilo occidental en 1925. Este reloj, mezcla oriental-occidental, es un regalo que tía Nesibe le hizo a Kemal, y es muestra tanto de los viejos tiempos como de los nuevos, es una reliquia de ese periodo de transición. El reloj este-oeste fue bautizado así por mis amigos, ya que vieron lo preocupado que estaba sobre cómo denominarlo de forma precisa. Durante mucho tiempo pensé que el mejor lugar para el reloj sería un capítulo titulado Tiempo. ¿Cuál de las dos caras de este reloj debería enseñar al visitante? Como era de esperar, la respuesta de todos fue: “Debemos mostrar las dos caras”. Ese era también mi punto de vista, pero, incluso si usamos un espejo para reflejar el cuadrante de la espalda y el frontal, como hicimos aquí con una cómoda de Tarik Bey, uno de los cuadrantes debería estar al frente, y el otro, en la parte de atrás. Estaba plenamente convencido de que nuestro museo debería permanecer equidistante del Este y del Oeste. Y para aquellos que se burlan de mis excesivas preocupaciones internas, les devolví la sonrisa y dije: “El reloj este-oeste, c’est moi ”. FEDERICO REPARAZ El olor de los sueños lleva impresa esta vieja camiseta que me pertenece. La niña pirata, poseída mil noches, fue la bandera de una aventura vital. Hay en ella una revelación tatuada… ¡pura vida! Cobijado bajo este trapo, todo parecía más posible que imposible. De los excesos hacía fuerza y remaba, remaba sin desfallecer, alegre y confiado, aún en mí no había ningún desaliento. Recitaba salmos. A todos decía: “Y si no hay viento, habrá que remar”. FEDERICO REPARAZ Todo empezó con esta foto de hace 50 años. Era mi primer trabajo, en la BBC de Londres. La curiosidad insaciable por saber lo que le pasaba a la gente sigue siendo lo que era entonces. “Somos lo opuesto de los crustáceos”, me dijo en una ocasión un científico amigo en Nueva York, “llevamos el esqueleto por dentro y la carne por fuera. Salvo del cuello para arriba: ahí somos idénticos a los crustáceos. Como ellos, tenemos la calavera o los huesos fuera y la carne o el cerebro dentro. Por eso no sabemos lo que nos pasa”. Y por eso gente como yo seguimos y seguiremos buscando. FEDERICO REPARAZ Esta pequeña leona de madera es la segunda cosa más antigua que hay en mi casa (la primera soy yo). Me acompaña desde hace 60 años. Se llama Sabor, nombre que no tiene nada que ver con el sentido del gusto, sino con las novelas de Tarzán. Formaba parte de un circo con otras fieras, domadores, payasos… que vendían en el Bazar X de San Sebastián, en la calle de Garibay, a pocos metros de donde yo nací. De ese circo ya no queda nada, ni del bazar, y poco del San Sebastián de mi niñez. Pero da igual, ella sigue conmigo: me ha acompañado en todas mis mudanzas de domicilio y de personalidad. Creo que me protege, aunque no sé cómo ni exactamente de qué. Ahí está la gracia. FEDERICO REPARAZ Este objeto es un regalo muy significativo, de los primeros regalos o el primero que me hizo mi actual marido cuando nos conocimos. Yo entonces estaba estudiando música, quería ser directora de orquesta; lo que entonces era un sueño, hoy es una realidad. La batuta tiene un valor muy sentimental. Muchas veces me lo llevo de viaje, es como un amuleto, aunque no soy supersticiosa. En tiempos de crispación y decepción, la música genera sueños, es una especie de código de circulación estético. Este pequeño regalo representa los sueños cumplidos y aquellos que la música nos provoca. FEDERICO REPARAZ Mis objetos favoritos son regalos de gente que quiero. El último recibido es esta estructura de Tomás Saraceno. Es frágil y delicada, como la vida. Forma parte de los inventos con redes y juegos espaciales de Tomás en su laboratorio-estudio, en Berlín. Descubro universos fascinantes cada día mirándola. La he colocado en una mesa a la entrada de mi casa y así la veo y observo constantemente. Me obliga a pararme cuando voy deprisa… FEDERICO REPARAZ Cuando Pablo Lizcano y yo empezamos a vivir juntos, apareció con este cartel metálico, y fue de las primeras cosas que colgó en la pared, a la entrada de su despacho. Sé que se lo había comprado en uno de sus primeros viajes al extranjero, siendo muy joven, y que le encantaba. Cada vez que nos mudábamos, recogía lo primero el cartel del perro, y luego, al volver a colgarlo, era como si tomara oficialmente posesión de su nueva casa. Ahora lo he heredado yo, y al trasladarme a mi actual domicilio, hace ya tres años, coloqué la señal en lugar bien visible. Es el dios Lar familiar, mi tótem protector. FEDERICO REPARAZ Llevo viviendo en esta casa tres años. Cuando me preguntaron qué objeto tengo conmigo con un valor sentimental especial, me transporté a la infancia, o a la inocencia. Estuve días reflexionando y llegué a la conclusión de que me cuesta vincularme así a los objetos. Busqué y busqué entre mis cajones y mis recuerdos, y no encontré nada. Hasta que de pronto comprendí que lo que me acompaña siempre, el único objeto que me puede conectar con el estado mental en que lo descubrí, es un libro. O muchos libros. Mi biblioteca me acompaña desde siempre. De mudanza en mudanza, soy incapaz de tirar o regalar libros que he leído. Acumulo los que me quedan por leer, aunque de un tiempo a esta parte tengo menos calma o tiempo para dedicárselo. Tengo libros repetidos hasta cuatro veces, esos que de pronto se ponen de moda y todo el mundo te regala. O libros rotos, llenos de arena, derretidos al sol, pintarrajeados, llenos de anotaciones y dibujos. Libros que he releído hasta prácticamente memorizarlos. De todo tipo de temas, desde diccionarios hasta tratados de repostería, poesía, climatología, teatro griego, novela negra, cine, ciencia ficción, zoología… Me gusta cómo huelen, su aspecto, su peso. Este que he elegido es uno que me regaló Gerardo Rueda cuando yo tenía 14 años. Fue el primer libro con el que no sentí vergüenza de reír a carcajadas en público, en solitario. Vuelvo a él una y otra vez, cuando necesito regresar a ese momento del principio de la adolescencia en el que todavía no has tenido accidentes graves. FEDERICO REPARAZ