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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Simpatía

La fotografía del alcalde de Bilbao recibiendo aplausos conmueve y este sentimiento es prácticamente instintivo

Juan Cruz

Hay una fotografía de hace una semana en la que el alcalde de Bilbao, Iñaki Azkuna, atiende los aplausos de la multitud que se congregó para verle a él con el Príncipe en la clausura de una reunión internacional de alcaldes que tradicionalmente se celebra en Singapur y que el consistorio bilbaíno logró trasladar a la capital vasca. Ahí se veía al edil, calificado por colegas suyos de todo el mundo como el mejor alcalde entre todos ellos en una encuesta reciente, herido por la enfermedad que últimamente lo ha llevado y lo ha traído de los quirófanos, en una lucha en la que ha perdido muchos kilos, pero en la que no se ha dejado el sentido común y el sentido del humor.

La foto mueve a la simpatía; en la realidad debió suceder lo mismo, y no solo en la imagen, pues es evidente que Felipe de Borbón, que está a su lado, ha sido movido a la sonrisa e incluso al ademán de ayuda que instintivamente se presta a toda persona, aunque no esté enferma, en una situación como esa: el hombre ha de ser conducido en silla de ruedas, está enfermo y ahora es débil.

La simpatía con la que uno ve a los niños, a los viejos y a los enfermos es instintiva, no tiene que ver con la historia exactamente, sino con alguna entraña que la vida ha fabricado para eso, para hacer que la mirada se mueva y se conmueva hacia una determinada actitud. El que está sentado, impedido o es un niño sin otra educación que su instinto, no pide nada, no solicita nada, pero uno le otorga la simpatía porque así lo impone la citada entraña.

No siempre pasa, naturalmente; hay momentos en que esa simpatía no la otorga uno naturalmente, sobre todo si la historia le atañe o es tan turbia que a uno se le tuerce el gesto y guarda silencio, quizá porque el recuerdo vale más que el ejercicio automático de aquella entraña sensible. Pero esto ha de ser tan grave, tan imponderable, que difícilmente se alcanza ante una personalidad como la de Azkuna, que ha logrado en su pueblo, como se demostró ese día, un nivel extremadamente mayoritario de aceptación y de simpatía.

Eso creía yo. Unos días después de ese aplauso que a Azkuna lo conmovió (él lo dijo, y eso se vio), algunos periódicos que no tienen por qué comulgar con él, con sus ideas e incluso con su trayectoria, se refirieron a la imagen poniendo de manifiesto esas diferencias, precisamente, pero destacando también la gestión singular que había convertido a este alcalde en un verso suelto en el mundo nacionalista del que proviene.

Pero hubo un columnista entre todos ellos, y en uno de los periódicos que más había elogiado al alcalde convaleciente, que eligió buscar en la historia un hecho, que Azkuna aún no ha inaugurado una calle a las víctimas del terrorismo, para explicar su disgusto así: “Lo lamento, pero a mí la imagen de este hombre metido en años, enfermo y sentado en una silla de ruedas no es capaz de despertarme un sentimiento de simpatía sino de tristeza”. La opinión tenía este otro fundamento: “Olfateo de lejos, detrás de las canas, el bigote naíf y marchito del entrañable y venerable abuelo de Heidi, esa gelidez, esa soberbia, esa persistencia en no dar el brazo a torcer ni aunque se esté con un pie en la tumba”.

Miré la foto. El hombre no pide ni simpatía. Está ahí, con el bastón cruzado sobre los pies. El Príncipe lo mira, afectuoso. Es el alcalde de Bilbao. No se reconocerá en esa descripción que le emparenta con Heidi.

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