Llamar a las escuelas por su nombre
Casi todos los dictadores han ido a la escuela. No hay cómo evitarlo.
Pocas veces puede predecirse que un niño, igual a tantos otros, llegará algún día a transformarse en un genocida, un violador de derechos humanos y un enemigo de la libertad. La cuestión debería poner en evidencia algunos límites de la supuesta capacidad redentora del saber. La educación sirve para liberar al mundo de la opresión. Pero no siempre parece desempeñar esta función con éxito. La permanencia en la escuela y los años de estudio no han evitado que niños angelicales se transformen, a la hora de gobernar sus países, en tiranos o despiadados asesinos.
¿Podrían haber sospechado los maestros del Colegio del Sagrado Corazón que ese niño pequeñito y aplicado, de nombre interminable y con tan poca cara de listo, sería algún día autoproclamado “Caudillo de España por la gracia de Dios”? En la escuela, Franco, era simplemente: Francisco Paulino Hermenegildo Téodulo Franco y Bahamonde Salgado Pardo de Andrade.
Cuesta imaginarse que el dictador Jorge Rafael Videla, algún día fue también niño y aprendió, en un aula y con el apoyo de una maestra, a silabear la palabra “vida”. O que un genocida de la magnitud de Augusto Pinochet haya tenido, alguna vez, un boletín escolar.
¿Se habrán preguntado los docentes de Alfredo Stroessner, Efraín Ríos Mont, Anastasio Somoza o Jean-Claude Duvallier, si podrían haber hecho algo para evitar que esos cándidos niños se transformaran en déspotas sanguinarios?
Recientemente, se conoció la noticia que Kim Jong-un, el caricaturesco y brutal dictador norcoreano, había estudiado con una identidad falsa (y varios kilos menos) en una escuela pública de Liebefeld, Suiza. Los sorprendidos e incrédulos docentes que lo tuvieron como alumno, lamentaban que no le quedara casi nada del espíritu tolerante y humanista que ellos transmitían en sus clases.
Los dictadores van a la escuela de niños y a veces también de grandes.
Los Estados Unidos han promovido y financiado desde mediados de los años 40, la Escuela de las Américas, un centro de formación militar, devenido en semillero de violadores del orden constitucional democrático en todo el Sur del continente. Si su fiesta de egresados se realizara en la Cárcel de Carabanchel, no alcanzarían las celdas para albergar a sus más distinguidos ex alumnos.
Como quiera que sea, aunque es inevitable que los dictadores vayan a la escuela, no lo es que las escuelas los homenajeen, llevando sus nombres.
El Dictador Franco (a la izquierda), junto a su hermano Nicolás.
Renombrar las escuelas
Pocos días atrás, la comunidad educativa del Colegio Normal de Santa Rosa, en la Provincia de La Pampa, Argentina, resolvió cambiar el nombre de la escuela. La decisión fue el resultado de una holgada votación, de la que participaron docentes, alumnos, directivos y no docentes. “Julio Argentino Roca” dejó lugar a “Clemente José Andrada”. Roca fue presidente y comandó la llamada “Campaña del Desierto”, uno de los principales hitos del genocidio sufrido por las comunidades indígenas en dicho país y que permitió consolidar las bases de una Argentina oligárquica cuyas marcas aún no han desaparecido. Clemente Andrada fue, simplemente, maestro y el primer director del Colegio Normal de Santa Rosa.
Recuperar las escuelas de la expropiación ética a la que han sido sometidas cuando fueron bautizadas con nombres de dictadores, nunca ha sido una tarea fácil. En algunas naciones, resulta aún una deuda pendiente.
El caso más emblemático es Brasil, país en el que una Comisión de la Verdad se ha instaurado casi tres décadas después del fin de la última dictadura militar. Existen allí centenas de escuelas públicas que llevan el nombre de alguno de los militares que presidieron el gobierno de facto entre 1964 y 1985: Humberto Castello Branco, Artur de Costa e Silva, Emílio Médici, Ernesto Geisel y João Batista Figueiredo. Nombres que también identifican calles, puentes, túneles y plazas. Fue recién hace pocos días que el alcalde de San Pablo, Fernando Haddad, promulgó una ley que permite el cambio de nombre de lugares públicos que presten homenaje a “autoridades que hayan cometido crímenes de lesa humanidad o hayan cometido graves violaciones de los derechos humanos”.
Uno de los actos más significativos para la eliminación de referencias y nombres de dictadores o hechos de la dictadura en espacios y edificios públicos, ha sido la Ley de Memoria Histórica de España. El mérito de la ley es indudable, aunque haya sido promulgada en el 2007; 32 años después que Arias Navarro anunciara, con voz quebradiza, la muerte del Generalísimo. Un año más tarde, apenas se había modificado el centenar de instituciones escolares que poseían nombres o referencias de la dictadura franquista. Un panorama que se ha ido modificando, a pesar de que aún existen escuelas cuyo nombre homenajea dictadores, como es el caso de Miguel Primo de Rivera.
Vale recordar que el Partido Popular no apoyó la Ley de Memoria Histórica y la combatió por diversos medios. Algo que no puede dejar de ser preocupante en una coyuntura marcada por un nuevo proyecto de reforma educativa que en nada oculta la herencia autoritaria del franquismo y su desprecio hacía todas las conquistas democráticas de la escuela pública española. Queda como consuelo la sospecha de que es altamente improbable que algún día un centro educativo sea bautizado con el nombre del Ministro José Ignacio Wert.
En Argentina, han sido numerosos los esfuerzos por remover de las escuelas las marcas de las dictaduras que florecieron a lo largo de los últimos doscientos años. Entre ellos se destaca la Resolución 4726/08, que permitió que más de mil escuelas de la Provincia de Buenos Aires cambiaran de nombre, prohibiendo que las mismas tengan como referencia a “hombres o mujeres que hayan sido condenados por delitos de lesa humanidad, aun cuando se hubieren beneficiado con indulto o conmutación de la pena”.
La voluntad por despojar a la sociedad y a los espacios públicos de las reminiscencias dictatoriales, ganó un gran impulso durante el gobierno del presidente Néstor Kirchner. Sin lugar a dudas, una de los actos más recordados de su mandato fue cuando exigió que, en su presencia, y en medio de un acto realizado el mismo 24 de marzo de 2004, aniversario del golpe militar, fueran retirados de la galería de honor del Colegio Militar los retratos de los dictadores Jorge Rafael Videla y Reynaldo Bignone, ex directores de la institución. A diez meses de asumir la presidencia, Kirchner realizó un gesto que tuvo para el país un significado mucho más que simbólico, marcando la última década: ordenó al propio jefe del ejército, Teniente General Roberto Bendini, que descolgara los retratos. Dijo ese mismo día, al convertir en Museo de la Memoria a la Escuela de Mecánica de la Armada: “Las cosas hay que llamarlas por su nombre. Como Presidente de la Nación Argentina, vengo a pedir perdón de parte del Estado nacional por la vergüenza de haber callado durante 20 años de democracia tantas atrocidades. Hablemos claro: no es rencor ni odio lo nos guía y me guía. Es justicia y lucha contra la impunidad”.
Que ninguna escuela lleve el nombre de quienes han violado los derechos humanos; quienes han hecho de la prepotencia autoritaria su forma de gobierno; quienes han cercenado la libertad, promoviendo la injusticia, la miseria y la exclusión. Que ninguna escuela niegue, con su nombre, el legado que debe entregar a las futuras generaciones: la posibilidad de imaginar y de construir un mundo más justo e igualitario, más solidario y fraterno.
Llamar a las escuelas por su nombre, haciendo de la educación una oportunidad para inventar sueños de libertad y autonomía, de emancipación y justicia.
(Desde Río de Janeiro)
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