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Columna
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¡Maestro!

Jesús de la Serna es un periodista que no se impone, sino que explica y convence

Juan Cruz

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Jesús de la Serna junto a los directores de El País.
Jesús de la Serna junto a los directores de El País.Bernardo Pérez

Nunca se ha impuesto Jesús de la Serna, el periodista que ganó este año (diez o veinte años tarde, le dijo Juan Luis Cebrián) el premio Ortega y Gasset a su trayectoria profesional.

No se impone: explica, convence. Y utiliza para ello algunas armas infalibles, entre ellas el silencio. No es periodista de manotazos ni de puños en la mesa. Convence sin gesticulaciones.

En los primeros tiempos en que Jesús de la Serna era subdirector aquí, los jóvenes lo veíamos como un hombre mayor que nos miraba; entonces éramos tan jóvenes que todos los demás parecían viejos. Un viejo periodista no era un periodista viejo.

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De modo que así veíamos a Jesús, alguien con experiencia que no miraba el reloj y que, además, parecía que no lo llevara. Tenía por delante el tiempo, y lo daba con la generosidad de los maestros. Enseñaba a aprender.

En aquel tiempo el reloj se llevaba en la muñeca o no se llevaba; el reloj total irrumpió en nuestras vidas cuando casi todo pasó a parecer urgente, y después pasó a ser urgentísimo. Levísimo y urgentísimo. En la época de la que hablo los escritores Juan Carlos Onetti y Manuel de Lope respondieron, casi al unísono, a los periodistas que les pedían que resumieran “en pocas palabras” los núcleos de sus respectivas novelas. Dijeron uno y otro más o menos lo mismo:

—Escribí una novela, no la puedo resumir en un telegrama.

Ahora, ay, estamos en la fase del telegrama, y miramos cómo llega el cable a través de la pantalla, igual que antaño aguardábamos que llegara el urgente de los teletipos. Cuando se decía, con cierta nostalgia, que había desaparecido el telegrama, resulta que este vuelve, pero como no hace (tanto) ruido lo llamamos tuit o sms. Así son las cosas: han cambiado, como el viento en la canción de Bob Dylan. Han cambiado las cosas, quizá para bien, quizá para mal, qué más da, han cambiado, y cambiarán más. Recuerden: todo cambia, como cantaba Julio Numhauser (y como cantaba Mercedes Sosa).

Jesús de la Serna era, en aquel momento, el epicentro de una experiencia, y la desarrollaba con una elegancia legendaria. Peridis me contó el mismo día en que los sucesivos directores de EL PAÍS (Cebrián, Estefanía, Ceberio, Moreno) le fueron a entregar a Jesús el galardón que merecía desde hace décadas, cómo lo buscó en Informaciones, donde él era director y Peridis un caricaturista que iba a revolucionar la línea en el periódico en el que (como aquí) convivió con Forges. Le dijo el director: “Solo quería ver cómo era la persona que hace trabajo tan bueno”.

De esa época De la Serna nos contó en esta redacción hace años una anécdota que ya está ligada a la palabra maestro, que le corresponde. Dos que se llevaban muy mal en Informaciones se odiaban tanto que ni se saludaban. Un día uno rompió el hielo y le gritó al otro: “¡Buenos días, maestro!” Y el aludido sentenció: “¡Más maestro serás tú!”.

Cuando le entregaron el premio dijo De la Serna a sus colegas: “Yo no soy yo; soy yo y un montón de gente que me ha acompañado en todos estos años”. Así es un maestro, quien va a la escuela con otros, y ni siquiera va delante: agradece y mira. Los demás saben de qué va el magisterio. Así que, ¡maestro!

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