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Columna
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Salir del pantano

La independencia catalana es el único proyecto nacional más allá del fango de la austeridad

Josep Ramoneda

Estamos inmersos en una crisis social de gran envergadura, que sitúa la cuestión de la desigualdad en primer plano, fruto de la ruptura unilateral por parte del poder económico de los pactos que habían alumbrado el modelo europeo de Estado de bienestar, y, sin embargo, en la política española, el factor de división y fractura es la cuestión territorial.

La primera rebelión de los barones del PP contra Rajoy ha sido por el reparto del déficit entre las distintas comunidades. En un partido presidencialista y disciplinado (que llegó a votar por unanimidad la participación en la guerra de Irak), el presidente no ha conseguido la unidad de criterio sobre el reparto del dinero. En el seno del partido socialista, la cuestión territorial es también la que separa y ha provocado importantes tensiones con un partido con larga tradición de docilidad con la dirección federal como es el PSC. En fin, la cuestión territorial enfrenta al PP y CiU, dos partidos que la llegada de los neoliberales al poder en Convergència había convertido en hermanos en cuanto a las políticas económicas se refiere. La sociedad se desangra, el territorio se resquebraja. Y en la escena política, las discrepancias tienen más que ver con el reparto geográfico del poder que con los problemas sociales que están provocando una fractura entre instalados y precarios. Hasta el punto de que la contestación a las políticas económicas y sociales ha venido fundamentalmente de la calle, con la irrupción de los movimientos sociales.

Estamos en fase de plena agudización de la crisis social, con el paro totalmente descontrolado y con el mercado laboral regulado brutalmente a la baja y los trabajadores peleando por salarios de miseria. Hemos llegado a una situación en la que tener trabajo ya no garantiza las condiciones mínimas para una vida digna. Con lo cual se desmorona uno de los mitos que daban estabilidad a la sociedad: el trabajo redime. Trabajar ya no garantiza la autonomía personal básica.

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La OCDE pinta un panorama desolador para España en los próximos dos años y dice que la prioridad del Gobierno debería ser el crecimiento. ¿Qué hace el Gobierno para ello? ¿Está forzando a los bancos a dar créditos a intereses razonables, no al 10% con el dinero que coge del Banco Central Europeo al 0,5%? No. ¿Está habilitando otras vías de crédito? Tampoco. ¿Y qué alternativa propone la izquierda política? Una apelación al consenso. Los consensos, en Europa como en España, no pueden ser una fórmula para socializar la impotencia de unos y otros.

Decía John Stuart Mill, que no era precisamente un marxista, que “siempre que hay una clase dominante, una parte considerable de la moralidad del país emana de sus intereses de clase o de sus sentimientos de superioridad”. La política está encallada, con la izquierda incapaz de proponer a la sociedad no solo unas políticas alternativas a la crisis, sino unos referentes culturales y sociales que metan una cuña en la hegemonía conservadora construida en los últimos años. La renuncia de la izquierda socialista a una alternativa política y social, frente a la destrucción sistemática de derechos básicos a la que estamos asistiendo, deja un vacío de proyectos políticos. Y así se explica que el único que ofrece alguna perspectiva más allá del fango de la austeridad sea, en el ámbito de la cuestión nacional, la independencia de Cataluña. Izquierda Unida es el primer partido de ámbito español que apoya la aspiración catalana al ejercicio del llamado derecho a decidir. Parece que por fin alguien asume que votando la gente se entiende. Lo que busca una mayoría en Cataluña es reconocimiento. Y esto solo se puede obtener a través de un referéndum: la aceptación de que Cataluña es un sujeto político. La resistencia a este reconocimiento democrático tiene una explicación: los complejos de una nación española que nunca ha completado el paso de potencia a acto.

Cunde por fin la idea de que la salida de la crisis solo puede ser política. Esto quiere decir reforma a fondo del régimen. Estamos metidos en un pantano, con desclasamientos en todos los niveles de la escala social, con la mitad de la ciudadanía atrapada en unas condiciones de vida cada vez peores y los conflictos territoriales encallados. Al final ganará el que sea capaz de proponer un proyecto político que movilice y dé sentido. Y si desde la política institucional no se recupera la autonomía respecto al poder económico y la autoridad que da el buen hacer, el remedio será la droga tecnocrática o la droga populista. Un pharmakon con efectos secundarios letales para la sociedad, como diría Bernard Stiegler.

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